Tres entre mil

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A Ramón Baglietto le volaron la cabeza en 1980. Era de noche, y llovía como solo llueve en el valle del Urola. Ramón era vasco y de la UCD —por este orden-—, pero eso le importó poco al sicario de ETA, un buen salvaje llamado Cándido.

Dos décadas antes, Ramón se portó como lo hacen los valientes. La hazaña fue salvarle la vida a un bebé que iba en brazos de su madre. La mujer llevaba a otro hijo de la mano, pero se le escapó. Ella intentó agarrarlo. No pudo. En ese instante venía una furgoneta, y Ramón se jugó el tipo para arrancarle el bebé de los brazos. Ella murió aplastada intentando salvar a su hijo, que también falleció. A Baglietto lo remataron años después junto a un árbol, como un perro. El asesino se llamaba Cándido y, siendo bebé, Ramón le había salvado la vida.

Jesús Ulayar había sido alcalde de Etxarri Aranatz, un pueblo navarro que fue carlista y que ahora no. Un día de enero de 1979, Jesús salió de su garaje en camioneta. A su lado iba Salvador, el pequeño de la casa. Fue lo último que hicieron juntos porque un asesino esperaba a Ulayar para pegarle cinco tiros. El niño vio cómo masacraban a su padre. Sin piedad. En aquella acera le rompieron el alma. 

Años más tarde, Etxarri Aranatz se vistió de fiesta. El pueblo sonreía por el retorno de dos muchachos, a los que nombraron hijos predilectos. Ambos acababan de cumplir condena por asesinar a Jesús Ulayar. Aún hoy unos y otros coinciden comprando el pan.

El 7 de noviembre de 1991, Fabio Moreno apenas sabía hablar.  Tenía dos años y un mellizo, Álex, del que no se separaba. Su padre era guardia civil, y un mal día le pusieron en la diana. Para ejecutar la sentencia optaron por un método heroico: colocar una bomba debajo del asiento del coche. La muerte viajó con ellos tres días, silenciosa como una serpiente. Entonces Fabio vio un juguete debajo del asiento y, claro, con dos años quién se resiste a coger un juguete escondido. El automóvil estalló en una curva de Erandio mientras iban a la clase de natación. Su padre salió como pudo de la bola de fuego y salvó a Álex de morir quemado. Cuando volvió por Fabio… Fabio no estaba. Solo encontró pedazos de su cuerpecito abrasado. Aún así lo cogió entre las manos. No pudo. Se deshacía. Fabio tenía veinticuatro meses y se convirtió en el noveno niño asesinado por ETA en 1991, año infernal en el que se desataron todos los demonios.

Son tres historias. Tres entre mil. Dramas de gente humilde, santos inocentes exterminados al azar. Familias olvidadas que merecen la paz y la palabra, oración y recuerdo. Quizá así alguien (con nombre y apellido, con cara y ojos) pida perdón de una vez y para siempre. Quizá así otros puedan por fin perdonar. 

Porque hasta ese consuelo les niegan: poder perdonar.

Ignacio Uría

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