El relativismo es muy pernicioso para la sociedad

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Relativo y relativismo no significan lo mismo, porque lo relativo también es objetivo: esta chica es objetivamente una mujer, pero también es objetivamente madre respecto a sus hijos, esposa respecto a su marido, hija respecto a sus padres, enfermera para sus pacientes, votante para los partidos políticos. Y cada uno debe tratarla como lo que objetiva y relativamente es: el enfermo no puede tratarla como si fuera su mujer, y el marido no puede tratarla como enfermera ni como hija. Así pues, las relaciones reales no son subjetivas ni arbitrarias.

El hombre libre puede escoger entre diferentes verdades que iluminan su conducta con diferente intensidad. Pero, si escoge el relativismo, suprime la validez objetiva de las verdades y abre la puerta al «todo vale», por donde siempre podrá entrar lo irracional. El relativismo, al sustituir las relaciones reales por las subjetivas, al concebir de forma subjetiva la verdad y el bien, es una forma equivocada de entender la vida. Si la verdad fuera subjetiva, el violador, el traficante de droga y el asesino podrían estar actuando bien. Si la verdad fuera subjetiva, todas las acciones podrían ser buenas acciones. Y también podrían ser buenas y malas a la vez. Si la verdad fuera relativa, la injusticia que se denuncia en los medios de comunicación y se condena en los tribunales no sería denunciable ni condenable, pues subjetivamente es deseada y aprobada por el que la comete. Con otras palabras: si los juicios éticos solo fueran opiniones subjetivas, todas las leyes podrían estar equivocadas.

Según el poeta Campoamor, «En este mundo traidor, / nada es verdad ni mentira, / todo es según el color / del cristal con que se mira». Pero resulta que hay líneas claras de demarcación entre conductas humanas e inhumanas, entre comportamientos lógicos y patológicos. No son imposiciones arbitrarias, sino criterios inteligentes, necesarios como el respirar. Los encontramos en ese fondo común de casi todas las culturas, legislaciones y códigos penales: no robar, no matar, no mentir, no abusar del trabajador, no abusar del niño o de la mujer… Al simplismo de los tópicos y al abuso del relativismo podemos añadir un tercer atentado contra la verdad, muy propio de nuestra época: La tiranía de lo políticamente correcto. En esta ocasión, en lugar de salir a buscar un ejemplo, viene a nuestro encuentro la ideología de género. ¿Se debe legislar contra la discriminación injusta? Por supuesto. ¿Debe haber leyes particulares para cada tipo de discriminación, cuando ya existe una ley general que abarca todos los supuestos? Si se responde afirmativamente, además de promulgar leyes innecesarias, el legislador se enfrenta a la imposibilidad de contemplar todas las posibles formas de discriminación, y entonces la propia legislación se convierte en discriminatoria.

Es lo que sucede en las Comunidades Autónomas españolas que han legislado contra la discriminación por orientación sexual, y no contra las demás formas de discriminación. Además de la orientación sexual, los ciudadanos tienen orientaciones políticas, musicales, deportivas, religiosas, gastronómicas… El Estado está obligado a respetarlas, pero no deberá imponer como verdadera ninguna en particular, y mucho menos deberá privilegiarla en los planes de educación. Si lo hace, si dicta a los ciudadanos lo que deben hacer o pensar, abusa de su poder. Respetar a un cristiano, a un budista o a un musulmán no significa creer que sus doctrinas son verdaderas, y ese respeto es compatible con no sentir aprecio por ellas. Cualquiera sabe que respetar no significa aplaudir. Por eso, cuando un colectivo exige ferviente adhesión a su postura, atenta contra una libertad básica y pide un trato de privilegio incompatible con la democracia.

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