Esa luz de la inteligencia llamada conciencia

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La palabra conciencia tiene dos acepciones: una psicológica y otra moral. Conciencia psicológica es el conocimiento reflejo, el conocimiento de uno mismo, la autoconciencia. Conciencia moral es la capacidad de juzgar la moralidad de la conducta humana (propia o ajena). Es, por tanto, una de las múltiples capacidades de la inteligencia humana, que es polifacética. Hay, entre otras, una inteligencia estética, una inteligencia matemática, una inteligencia lingüística, una inteligencia moral. Por eso Kant pudo hablar de razón pura (científica) y razón práctica (moral).

Conciencia moral es precisamente la razón que juzga la moralidad: el bien o el mal. No el bien o el mal técnico o deportivo –el que nos dice si somos un buen dibujante o un mal tenista–, sino el bien o mal moral: el que afecta a la persona en profundidad, el que dice «eres buena persona» o «eres mala persona». Hay acciones que afectan a la persona superficialmente y acciones que la afectan en profundidad. Lavarse la cara afecta a la exterioridad de la cara; en cambio, mentir o traicionar afectan a la interioridad de la persona.

Un periodista preguntaba a la modelo Valeria Mazza si alguna vez había rechazado algún trabajo. Esta fue la respuesta: «Sí. Nunca hice un desnudo o posé con ropa transparente. Al principio me costaba mucho negarme, porque lo que quieres es trabajar, pero me daba cuenta de que eso afectaría seriamente a mi personalidad». La conciencia es una curiosa exigencia de nosotros a nosotros mismos. No es –no debería ser– una imposición externa que provenga de la fuerza de la ley ni del peso de la opinión pública o del consejo de los más allegados. Gandhi, acusado de sedición, se defiende en el más grave de sus procesos con estas palabras: «He desobedecido a la ley, no por querer faltar a la autoridad británica, sino por obedecer a la ley más importante de nuestra vida: la voz de la conciencia».

En ocasiones, la conciencia juzga con criterios absolutos porque puede situarse más allá de la muerte. Por la presencia de ese criterio absoluto, intuye el hombre su responsabilidad absoluta y su dignidad también absoluta. Por eso entendemos a Tomás Moro cuando escribía a su hija Margaret, antes de ser decapitado: «Esta es de ese tipo de situaciones en las que un hombre puede perder su cabeza y aun así no ser dañado». La conciencia es una brújula para el bien y un freno para el mal. Confucio la define con palabras sencillas y exactas: «luz de la inteligencia para distinguir el bien y el mal». Y las grandes tradiciones culturales de la humanidad, desde Confucio y Sócrates, han llamado conciencia moral a ese muro de contención del mal, y le han otorgado el máximo rango entre las cualidades humanas.

Conviene aclarar que el ejercicio correcto de la conciencia es incompatible con el relativismo moral, con la concepción subjetivista del bien. Inteligencia y conciencia desempeñan correctamene su cometido cuando se esfuerzan por reconocer la realidad como objetivamente es, no como subjetivamente puede parecer o nos conviene que sea. Una tarea que no es nada sencilla. Pongo un ejemplo literario: lo que para Don Quijote son gigantes enemigos, para Sancho son molinos de viento. Pero los dos no pueden tener razón, porque la realidad no es doble. El ejemplo es tan grotesco que no nos sentimos aludidos. Nos parece que nadie en su sano juicio ve la realidad tan distorsionada. Sin embargo, por desgracia, no es así: entre un terrorista y un ciudadano pacífico, entre un defensor del aborto y un defensor de la vida, entre un nazi y un judío, entre un vendedor de droga y un vendedor de helados, entre el que vive fuera de la ley y el que vive dentro, entre el que conduce sobrio y el que conduce borracho, las diferencias pueden ser mayores y más dramáticas que las diferencias entre Don Quijote y Sancho.

Hemos dicho que la conciencia es un juicio de la razón, no una decisión de la voluntad. Por eso, el hombre puede juzgar bien y, sin embargo, obrar mal. Con otras palabras: la conciencia es condición necesaria, pero no suficiente, del recto obrar. Los personajes de Shakespeare saben esto perfectamente. Dice Hamlet de sí mismo: «Yo soy medianamente bueno. Sin embargo, de tales cosas podría acusarme, que más valiera que mi madre no me hubiese echado al mundo. Soy muy soberbio, ambicioso y vengativo, con más pecados sobre mi cabeza que pensamientos para concebirlos, fantasía para darles forma o tiempo para llevarlos a ejecución». El juicio moral de Hamlet es correcto, pero su voluntad no consigue rectificar su deseo de venganza. Así se pone de manifiesto que la conciencia no es suficiente para logar una conducta ética, pues solo es capaz de seguir su conciencia quien tiene el hábito de obrar bien, el que además de conocer lo bueno tiene la fortaleza de actuar en consecuencia. Ello nos lleva al terreno de las virtudes.

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