Bicentenario del nacimiento de Karl Marx

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El pasado 5 de mayo se cumplieron 200 años del nacimiento de Marx, posiblemente uno de los ideólogos más perniciosos de la historia, que ha sido conmemorado, sin embargo por diversas instancias como si fuera uno de los benefactores de la humanidad. Nada más lejos de la verdad.

A mediados del siglo XIX, la injusticia social en la Inglaterra de la primera revolución industrial, retratada por Dickens, despertó la conciencia de Karl Marx. El joven filósofo diagnosticó que –en todo el mundo y a lo largo de la Historia– las injusticias, las violencias y las desigualdades económicas y sociales tenían su origen en la defensa y acumulación egoísta de propiedad privada. A continuación propuso un tratamiento para casos límite: cortar por lo sano, suprimir de raíz la propiedad privada y poner todos los bienes en manos del Estado. El Estado, a su vez, se encargaría de poner esos bienes en común, y así surgiría la justa y pacífica sociedad comunista. El Comunismo original, romántico y utópico, prometía una imprecisa Edad de Oro situada en un futuro no muy claro. Heredaba el intento ilustrado de instaurar el reino de la razón, pero desde el primer momento –con Lenin– impuso la superstición, la esclavitud y la barbarie. Karl Popper explica que el poder dictatorial del Comunismo –que reinó sin piedad en el Este de Europa y en la Unión Soviética– «se apoyaba en un arsenal de mentiras, pues el Capitalismo que Marx analizó nunca ha existido en la tierra».

Jamás existió una sociedad que tuviese en su estructura la tendencia descrita por Marx al empobrecimiento creciente. Es cierto que los comienzos de la industrialización fueron terriblemente duros, pero esta supuso también un aumento de la productividad que iría más pronto o más tarde a las masas. El cuadro histórico de Marx y su profecía no solo son falsos, sino imposibles: no se puede producir en masa para un sector decreciente de capitalistas ricos. Por tanto, el Capitalismo, tal y como lo entendía Marx, es una construcción mental imposible, una falacia. Marx tuvo la osadía de sacrificar al único ser humano que conocemos –el de carne y hueso– en nombre de uno hipotético. Y demostró ser mucho más utópico que los ilustrados. Prueba de ello es la ambigüedad y el descalabro de todos los proyectos que el Comunismo ha llevado a cabo. En los países capitalistas los proletarios no se han empobrecido, y en ellos no ha triunfado la lucha de clases, sino la negociación parlamentaria. En cambio, el Comunismo se impuso por la fuerza en países agrarios y atrasados como Rusia, China, Camboya o Cuba, y en ellos tampoco surgió la prometida democracia proletaria, sino fortísimas dictaduras de partido único.

El Marxismo despertó la conciencia occidental contra las injusticias sociales. Pero, después de despertarla, la envenenó. Es del mismo Marx esta consigna: «La última palabra de la ciencia social será siempre lucha o muerte, guerra sangrienta o nada». La violencia contra el hombre se convirtió en algo permanente e incluso razonable, gracias a la ideología disfrazada de ciencia. Ella fue la justificación de todo, la teoría que lograba blanquear cualquier acto. Una mentira muy golosa: allí donde la maquinaria social presionaba demasiado o allí donde la vida funcionaba mal, aparecía el Comunismo como alternativa resplandeciente, lleno de promesas. Y, para el auténtico comunista, ese brillo lo era todo, pues tampoco había otra cosa.

El Comunismo supo ganar la batalla de la opinión pública y ser acogido con sorprendente beneplácito entre las élites intelectuales de Europa. Sartre decía que «un anticomunista es un perro». Bernard Shaw elogió públicamente a Stalin y, después de una gira por la URSS, rechazó con rotundidad las denuncias de crímenes que eran no menos rotundamente ciertos.

Pero la realidad fue que en la URSS el comunismo bolchevique desató el terror mas cruel y despiadado contra todo el que se oponía a sus ideas. Apenas hubieron tomado el poder, derogaron en bloque todo el derecho zarista y suprimieron la administración de justicia existente. En su lugar, instalaron una red de «juzgados populares» y «tribunales revolucionarios» formados por «elementos socialmente próximos». A falta de derecho escrito que aplicar, se les ordenó juzgar «según su conciencia revolucionaria». Independientemente de ellos, funcionaba la CheKa, y pronto se añadieron los tribunales militares, para los casos de cobardía, deserción, desobediencia o sospechas de espionaje en el ejército. El Gobierno Provisional había suprimido la pena de muerte (una vieja promesa de toda la izquierda), pero en noviembre se detuvo al general Dukhonin (comandante en jefe en sustitución de Kerenski) por negarse a iniciar conversaciones con los alemanes y se lo fusiló. Hubo protestas, pero contestaron «no, no es pena de muerte, es que había que matarlo». (De todas formas, a las pocas semanas se suprimió la supresión, para evitar malentendidos). Las ejecuciones iniciaron un monstruoso in crescendo. Ya en julio de 1918 escribía Lenin: «Hay que fomentar la energía en el terror masivo». Y vaya si se fomentó. Se detenía y mataba a oficiales, cadetes, jueces, funcionarios, clérigos y un largo etcétera. A veces se mataba porque sí, amparándose en la impunidad. Otras veces por odios, enemistades, envidias. Una denuncia (cierta o falsa) se volvió un medio infalible de deshacerse de una persona, porque la CheKa no distinguía, fusilaba sin más.

Al ocupar localidades tras los «blancos» o mencheviques (o los anarquistas, o los nacionalistas, o cualesquiera otros), se procedía a ejecuciones masivas, incluyendo a mujeres y niños (en Crimea fueron entre 50.000 y 75.000, en Siberia otros tantos). Más cruelmente aún se reprimieron los levantamientos campesinos y cosacos: los poblados se destruían con fuego artillero y luego se quemaban por entero; los habitantes eran concentrados en un barranco, un río, una mina y muertos con fuego de ametralladora. Solo en la provincia de Tambov se exterminó a cerca de cien mil personas. Dirán los de siempre que el terror «rojo»» fue una respuesta al terror «blanco», o que «ejecutaban unos y otros», como queriendo equipararlos moralmente. Pues no. Es difícil tener datos exactos del número de víctimas. Los historiadores soviéticos, fieles a su costumbre de no decir una verdad pudiendo evitarlo, minimizaron la represión «roja» y exageraron la «blanca». Claro que los bolcheviques no llevaron estadísticas, y los datos oficiales actuales están muy retocados. Pero actualmente, en la propia Rusia las estimaciones independientes dan una cifra de «no menos de dos millones»..

Tal cantidad de muertos es difícil de imaginar. Pero pensemos. El período álgido del terror fue de julio de 1918 a febrero de 1922, digamos 1.300 días. Hubo 610 CheKas de distinto nivel. Contando que cada una fusilaba a dos personas al día (cifra muy conservadora, ya que fusilar era su único cometido), ya salen casi 1.600.000 personas. Añadamos los fusilamientos masivos, los tribunales revolucionarios, las muertes de civiles con ocasión de las confiscaciones y otros asesinatos fuera de todo control, y casi-casi nos quedamos cortos. Los «blancos! sí llevaban control de las condenas a muerte. Cada una figuraba en un parte. La mayoría de su documentación se ha perdido, pero lo que queda permite extrapolar: por ejemplo en Crimea, en los dos años de dominio blanco se ejecutó a 281 personas (sin contar delincuentes comunes). De éste y otros datos parecidos, se puede deducir que los «blancos» dieron muerte por motivos políticos, a todo tirar, a diez mil personas. Doscientas veces menos que los «rojos». Pero la diferencia no solo es cuantitativa (que también). Los «blancos», salvo errores (que contrariamente a la otra zona, se esforzaban en evitar), ajusticiaban a sus adversarios por lo que habían hecho: ejecutaban a comisarios, guardias rojos, miembros de tribunales revolucionarios, verdugos y asesinos varios.En cambio, los «rojos» mataban, en masa y a sabiendas, a civiles desarmados, que no habían cometido delito alguno ni desempeñado ninguna actividad política o militar contra ellos, para meter miedo a los demás o simplemente por matarlos. Y eso era asesinato. Lo reconocían abiertamente.

Las instrucciones, absolutamente oficiales, que mandaba a sus subordinados el letón Latsis, uno de los jefes de la CheKa, rezaban así: «No hacemos la guerra contra personas concretas, sino que aniquilamos a la burguesía como clase. Al instruir la causa, no busquéis testimonios ni pruebas de que el acusado se haya opuesto de palabra o de obra al poder soviético. La primera pregunta que le tenéis que hacer es cuál es su procedencia, su educación, su instrucción o su profesión. Éstas son las preguntas que deben determinar la suerte del acusado».

En esto está el sentido y la esencia del terror «rojo». Lenin y sus colaboradores apoyaban, expresamente, este enfoque. Tiene su lógica. Según su teoría marxista, el hombre es producto de su medio social, sin libre albedrío alguno. Luego todo miembro de las clases «explotadoras» será siempre y sin remedio enemigo del proletariado. Luego hay que matarlo. 

Además Stalin, sucesor de Lenin extendió y desarrollo los «Gulag», autenticos campos de concentración denunciados por el premio Nobel ruso Solzhenitsyn en su celebre «archipiélago Gulag». En ellos fueron torturados 18 millones según los datos oficiales de la Rusia actual, en los que solo se cuentan los ciudadanos rusos. De ellos fueron asesinados de 2,5 a 4 millones de personas.

Por tanto los efectos directos de las ideas de Marx, desde el principio, han sido  funestos y homicidas y esto ha ocurrido en todos los regímenes comunistas.  ¿Por que se pasa por alto la verdad de estos hechos contrastados y se actúa de forma tan hipócrita? 

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