El final de la semana pasado nos obsequió con un par de cifras que, no por esperadas, dejaron de producir dolor.
Una, llegada de la mano de la EPA, Encuesta de Población Activa, hacía referencia al número de personas que, en estos momentos en España están sin trabajo sin trabajo: más de cuatro millones seiscientas mil.
La otra no le va a la zaga: al finalizar el primer trimestre del año, más de un millón trescientas mil familias españolas, tenían a todos sus miembros en el paro.
Si las cifras por sí solas, dan escalofrío, pensar en el drama, en los dramas, de todas y cada una de ellas, un día y otro y otro, sin demasiadas esperanzas, dejan paralizados.
No se trata solamente del drama de buscar y encontrar la manera de atajar el hambre, que en buena parte facilitan Cáritas y otras instituciones religiosas. Ni el provocado por una carencia de recursos que impide hacer frente a hipotecas firmadas en tiempos de bonanza. Ni siquiera los que surgen a diario al no poder hacer frente a los gastos del propio consumo.
Hay muchos dramas familiares y personales, producidos por la carambola de tanta carencia acumulada, que ni siquiera imaginamos. Son dramas dolorosos e íntimos que, por no tener, no tienen ni voz ni lágrimas que los denuncien. De ahí que los ignoremos.
¿Para cuando vendrán las soluciones?. Urgen, aunque “los turistas sigan recorriendo nuestras calles y los bares tengan clientes”, en expresión de algunas personas que no ven o no quieren ver la gravedad de la situación.
Y urgen, porque el tiempo de espera no se ve lo mismo desde el punto de vista de quien está falto de todo, que del de los que nadan en la abundancia e ignoran lo que es la necesidad. Y da la casualidad que las soluciones han de darlas estos últimos.