Es habitual en el lenguaje coloquial o en declaraciones en los medios de comunicación, recurrir a la palabra “libertad” como justificación de casi todo; sobre todo cuando dicho lenguaje es superficial y por tanto carece de la necesaria profundidad.
Es común la idea de que uno puede hacer lo que quiera “siempre que no haga daño a nadie”, y con ello se justifican todo tipo de comportamientos o costumbres, en muchos casos considerados inadecuados por la generalidad de las personas.
Todos somos conscientes de que siendo uno de los más grandes dones que posee el ser humano, sin embargo, la libertad y autonomía “ilimitadas” no son lo esencial en el hombre sino más bien su “dependencia”.
Es evidente la indefensión y dependencia con la que venimos al mundo y pasamos gran parte de la vida. Precisamente en la génesis de la capacidad de ejercer adecuadamente la libertad es fundamental, el cariño y la guía constante de los padres que con sus consejos y educación van conformando la mente inmadura del hijo. Pocas cosas hay más injustas e ilógicas que esa pretendida rebelión contra la autoridad paterna y materna, perfectamente orquestada a través de series y telefilmes, y que, por desgracia, está calando en nuestros jóvenes.
Un segundo aspecto de esa dependencia a la que está sometida la humanidad entera y como consecuencia cada uno de los seres humanos, es la que se deriva del extraordinario y rico bagaje de conocimientos culturales transmitidos a lo largo de la historia, de generación en generación, sin los cuales la civilización y la propia vida cotidiana individual carecería de entidad propia. Dependemos totalmente de todos los avances científico-técnicos y culturales conseguidos por los que nos han precedido y que han hecho posible el mundo moderno.
Además, el individuo sumergido en el torrente de la sociedad depende de los usos y costumbres del grupo social, o cultural en el que se haya inserto, todo ello sin olvidar, por evidente, nuestra imposibilidad de liberarnos de las leyes del mundo físico que nos rodea.
Finalmente, y como característica diferenciadora esencial entre el ser humano y los demás seres vivos, llevamos impreso en nuestras mentes un código ético-moral que ilumina nuestro actuar a cada paso.
Todo lo anterior, lejos de anular nuestra libertad, la coloca en sus justos términos. Si por influencia de los valores familiares un joven decide no drogarse o no dejarse llevar por el libertinaje sexual “facilón”, eso no supone una limitación de la autonomía sino que representa un uso adecuado de la capacidad de elegir.
Si el legado cultural y moral de nuestra civilización nos impulsa a escoger la vía pacífica en lugar de la agresividad o el belicismo, eso supone un enriquecimiento extraordinario de nuestra libertad. Dependemos, por supuesto, de nuestras convicciones éticas personales en nuestra vida diaria sin que ello suponga merma alguna en nuestro libre albedrío.
Finalmente si el ser humano se somete voluntariamente, “porque le da la gana”, a una serie de criterios morales de conducta que guían su vida diaria, contrarios a usos y costumbres propagandísticos imperantes en una sociedad; en ese momento actúa con la más plena y genuina libertad.