La revolución rusa fue un acontecimiento que no pasó desapercibido pero su centenario, afortunadamente, ya no es de gran actualidad. Los subsiguientes regímenes comunistas han provocado el exterminio de más de 100 millones de personas.
Se suele pensar en la gloriosa y triunfante Revolución de Octubre como un espontáneo levantamiento de un pueblo oprimido que acabó con una arcaica, tiránica y corrupta monarquía zarista. Nada más lejos de la verdad.
El régimen imperial ya no existía desde febrero de 1917, cuando tomaron el poder los demócratas rusos. Con quienes acabó la revolución bolchevique fue con estos. No con el zar. El último zar, Nicolás II, estaba muy lejos de la imagen de un tiranuelo absolutista e ineficiente que habitualmente se pinta de él. Para empezar, Rusia era desde 1905 una monarquía constitucional, con un poder judicial independiente (instituido en 1861 por Alejandro II) y un poder legislativo ejercido por un parlamento electo, la Duma.
La Duma era una institución respetada por su independencia y, en general, su buen criterio. Estaba representado en ella un amplio abanico de partidos. La mayoría eran de centro-derecha: los KD (constitucional-demócratas, liderados por Miliúkov) y los «octubristas» (por la fecha de la constitución, encabezados por Guchkov). Eran partidos «del régimen». A su derecha estaban los partidarios del sistema anterior (Márkov, Purishkévich), hostiles a la propia constitución. La izquierda se colocaba deliberadamente fuera del sistema. Su principal partido había tomado el nombre de social-revolucionario. Pero en la revolución pensaban los demás también. Eran hostiles a cualquier cosa que votara la mayoría, por muy beneficioso que fuera para el país.
Incluso desde antes de la constitución, el reinado de Nicolás II (que en 1894 heredó el trono por sorpresa y muy a pesar suyo) era un éxito en todos los campos. Estableció, y mantiene aún hoy, el récord del mundo de desarrollo económico: 20 años seguidos de crecimiento industrial del 14% acumulativo, de 1893 a 1913 (1914 ya no cuenta, por la guerra). Rusia todavía era la cuarta potencia industrial (detrás de EE.UU., Inglaterra y Alemania).
Además, Nicolás II realizó la única reforma agraria exitosa del siglo XX, la llamada Reforma de Stolypin. Ciertamente, la hizo Stolypin pero también se necesitó a un emperador que lo nombrara primer ministro y que lo mantuviera en el puesto hasta su asesinato, pese a todas las presiones de prácticamente todos los sectores, salvo los propios campesinos. Con esta reforma, Rusia pasó a exportar más cereales que todos los demás países juntos.
Y en el campo de las letras, las artes, las ciencias, su reinado es llamado la Edad de Plata de la cultura rusa. ¿Por qué, entonces, cayó?
Es una triste historia. Desde luego, buena parte de la intelectualidad ansiaba cambios, con una ingenua idealización del «pueblo» (venía de lejos: en el siglo XIX, los terroristas que echaban bombas se llamaban a sí mismos «¡voluntad del pueblo!»). La condición obrera era mejor que en los demás países industriales (por la exuberancia de la agricultura y la avanzada legislación laboral), pero distaba de ser buena: estábamos a principios del siglo XX. El caldo de cultivo para la extrema izquierda estaba servido.
Esto se hubiera superado sin problemas, como se superó en otros países, con una administración eficiente. Pero esto lo imposibilitó el ascenso de Rasputin, un campesino que tenía poderes curativos, gracias a los cuales salvó repetidamente la vida al príncipe heredero, que padecía hemofilia. La pareja imperial, especialmente la emperatriz, vio en él a un enviado de Dios y se acostumbró a seguir sus consejos. Pero en realidad, era un mujeriego corrupto que usó su cercanía al trono para fines poco confesables.
Aún esto tenía remedio. Pero cuando estalló la I Guerra Mundial, los nefastos nombramientos militares inspirados por Rasputin malograron las brillantes victorias iniciales. Nicolás II optó por tomar él mismo el mando del ejército, dejando a la emperatriz gobernar en la capital. Y a través de ella, gobernó Rasputin. En lugar de los hombres de estado honrados y competentes que habían secundado al zar, los Witte, Stolypin, Durnovó, Kokovtsov y tantos otros, Alejandra fue nombrando a «trepas» que habían comprado a Rasputin o bien a cortesanos inofensivos, pero ineficientes. En cambio hombres íntegros y capaces como el ministro de la guerra Polivánov, el de Instrucción Ignátiev o el de Asuntos Exteriores Sazónov no podían soportar a Rasputin y precisamente por esto fueron cesados.
La Duma no se mantenía indiferente. Su mayoría no era antisistema, y por eso mismo, se indignaba e inquietaba viendo a la emperatriz saboteando activamente su funcionamiento. No solo ya los constitucionalistas, sino incluso Purishkévich, en la extrema derecha, protestaban contra sus nombramientos. Pero eso no tuvo otro efecto que interrumpir la buena colaboración entre el gobierno y la Duma que hasta entonces había existido.
Tal era la indignación que Purishkévich decidió eliminar a Rasputin. Él y el príncipe Yusúpov lo asesinaron en 1916. Pero ya era tarde.
Tampoco la Duma fue un dechado de buen gobierno. La guerra, como en todos los países beligerantes, se estaba financiando con inflación. Y a la Duma no se le ocurrió otra cosa, para evitar el encarecimiento del pan, que votar una ley de precio máximo. Pero al subir todo, menos el trigo, a los campesinos se les volvió desventajoso cultivarlo o/y venderlo. Pasó lo que siempre pasa: un precio tasado inferior al de mercado produce desabasto. En San Petersburgo, la escasez de pan, hasta entonces abundantísimo, provocó un motín que aprovecharon las izquierdas y la oposición democrática, y que no supieron prevenir, apaciguar o sofocar los inútiles ministros de la emperatriz. El zar abdicó.