Hoy 11 de julio celebramos, a nivel internacional, el día de la población y es una buena ocasión para reflexionar sobre uno de los temas más controvertidos siempre, en relación con la conservación ambiental, que es el que atañe al control de la población.
En el análisis de este tema , si pensamos que el hombre es protagonista y la naturaleza lo sirve, los conflictos se resuelven a su favor, por el contrario, si se está convencido de que la naturaleza es protagonista y el hombre la agrede, la consecuencia más lógica es limitar la presencia humana en el planeta. Entre ambos extremos hay toda una gama de posiciones. En ellos nos encontramos, por un lado, con el ecocentrismo más radical y por otro con el antropocentrismo extremo.
Los primeros afirman que la mejor manera de conservar el planeta es reducir drásticamente la población humana. Algunos incluso calculan la cifra idónea de población mundial, en función de la capacidad de carga de los ecosistemas terrestres. El conocido biólogo Paul Ehrlich declaraba recientemente que la Tierra no soporta a más de 2000 millones de personas, pero no indicaba qué hacer con el resto.
En una entrevista que concedió con motivo de un premio que recibió en Barcelona, pedía para EE.UU. un presidente «con agallas que diga que nadie ha dado nunca una razón de por qué debe haber más de 140 millones de americanos vivos a la vez». Continuaba señalando que «…Lo patriótico sería limitar el número de hijos». En su opinión, las parejas deberían «parar» en el segundo hijo. «Tener más es egoísta e irresponsable», sentencia. Ehrlich es entomólogo de formación, pero ha publicado varios libros controvertidos sobre temas demográficos. El más conocido es: The Population Bomb (la bomba poblacional), en la que preveía toda una serie de catástrofes como consecuencia del crecimiento demográfico. Las conclusiones de su libro se han mostrado finalmente como erróneas, pero aún así sigue siendo uno de los demógrafos contemporáneos más citados.
En el otro extremo estaría el economicismo optimista, que asume que la población del planeta se regula autónomamente, en función de la capacidad de acogida que perciba la propia población, y que las necesidades humanas se pueden cubrir con el recurso a los avances científicos y técnicos. Para estos autores, los recursos del planeta no son infinitos pero sí ilimitados, ya que la misma cantidad de materia prima puede dar lugar elásticamente a muchos más bienes según avancemos en las técnicas de producción. Un ejemplo de esto sería el cobre como medio de comunicación: cuando se emplea con sistemas terrestres (cable submarino, por ejemplo),requiere una enorme cantidad de materia prima para realizar esa función, pero si se produce un salto tecnológico (la puesta a punto de las comunicaciones por satélite), el mismo cometido se lleva a cabo con una mínima fracción de la cantidad previamente necesaria.
Entre ambas posturas extremas, estarían los que recomiendan un crecimiento moderado de la población sobre la base de una responsabilidad ética con la conservación ambiental del planeta.
Finalmente, podemos también citar quienes piensan que el problema de equilibrio ambiental no es tanto de la cantidad de personas que habitan el planeta, como del modo de vida que sostienen. Si un habitante de EE.UU. gasta, por ejemplo, diez veces más energía que uno de la India, la población de EE.UU. en términos de impacto ecológico, sería tres veces superior a la de la India, aunque en realidad tiene casi cuatro veces menos habitantes.
El impacto sería, en suma, muy dependiente del modo de vida, como hemos indicado previamente, y podría aquí cumplirse la máxima de Ghandi, que «El mundo tiene suficiente para las necesidades de todos, pero no para la avaricia de algunos».