Dicen, que algunos humanos, especialmente los de determinadas latitudes entre las que se encuentra la nuestra, tenemos cierta facilidad, para abandonar lo que cuesta, especialmente si no es obligatorio. Parece que no están equivocados. Veamos:
Somos muchos los que, a la vista de los muchos “pendientes” que acumulamos al final del año, formulamos propósitos a realizar en el que empieza, que sirvan para paliarlos y hacernos sentir satisfechos cuando acabe. Y también somos muchos, los que una y otra vez, caemos en la misma tentación: abandonarlos cuando empiezan a surgir dificultades.
Unas serán reales, otras, simples respuestas a algo con lo que no habíamos contado: el esfuerzo. El necesario, para la realización del propósito y el añadido, lógico, nacido del tener que dedicar a la nueva actividad, el tiempo del que disponíamos para dedicarlo a actividades más gratificantes.
Pero no es esto lo peor. Lo peor son las justificaciones, las que cada cual siempre tiene a mano, influyendo decisivamente en los abandonos, al borrarnos cualquier tipo de inquietud al hacerlo.
Las justificaciones no sólo nos dan razones suficientes para abandonar. Las tienen también para convencernos de que la tarea emprendida, ni es tan importante, ni compensan sus expectativas el esfuerzo a realizar.
En resumen son unas justificaciones sabias, concordantes con nuestras pocas ganas de esforzarnos. Una “sabiduría”, la de nuestras justificaciones, que siempre sabe silenciar algo muy importante: las ausencias que la motivan.
¿No es verdad que muchos de nuestros abandonos tienen su causa en ausencias de ilusión, de paciencia o de constancia?. De estar presentes, “otro gallo nos cantara”.