Uno de los males que aquejan a nuestra sociedad, es su debilidad ante unas minorías a las que se concede un asombroso y arbitrario exceso de legitimidad. Y es que las exigencias de estos grupos minoritarios acaban teniendo consideración de derecho, casi universal, que no se puede siquiera cuestionar.
Para ello, se presentan como víctimas de una lista de agravios históricos que es urgente reparar. Así vemos, por ejemplo, como se decidió llamar matrimonio a las uniones homosexuales, a pesar de que estaban en contra los juristas y buena parte de la sociedad española. Caso similar fue la nueva Ley del aborto. O el secesionismo de los nacionalistas y su visión rencorosa y deformada de la Historia de España.
Y que decir del proceso de descristianización democrática al que nos vemos sometidos por una poderosa minoría a pesar de la abrumadora mayoría religiosa, cultural y sociológica que representa el catolicismo en España. Este acoso de las minorías, cualquier observador imparcial puede advertirlo.
En el mundo actual, al menos en los países gobernados por democracias, una de las bases de la sociedad es el respeto de los derechos de las minorías. Eso, por supuesto, es incuestionable. No se trata de eso.
El problema es que esa tolerancia y respeto ha derivado en una preocupante hipertrofia de lo políticamente correcto, constituyendo un esperpento excluyente de las mayorías, que a base de pagar deudas a unas exiguas minorías aferradas a sus intereses, las genera injustas e inmerecidas afrentas, que de una forma programada y sistemática se vienen produciendo y sobre las que conviene una seria reflexión.