Quizá sea el aburrimiento la enfermedad de nuestra época. La sociedad del bienestar nos ha dado más tiempo, pero no hemos aprendido a ocuparlo. El ocio, como la Nada en el reino de Fantasía en La historia interminable, nos va llenando de un vacío que no sabemos cómo gestionar. En muchos aspectos nos da miedo el tiempo libre, como una amenaza fantasma que no podemos controlar.
Los cambios sociales del último medio siglo han hecho que ese aburrimiento estructural invadiera también nuestras relaciones más íntimas. Así, podemos hablar de un nuevo fenómeno que afecta tanto a nuestras relaciones sociales como a nuestra salud mental: el aburrimiento sexual.
Resulta bastante evidente que la sexualidad ha sido sobrevalorada a la vez que ha sido también devaluada. El sexo ha adquirido un protagonismo inusitado a fuerza de haberse convertido en un producto de usar y tirar, en un juego. Esta jovialidad o jocosidad del sexo tiene un doble origen: en primer lugar, la revolución sexual de los años 1960, cuando se separó el acto sexual de la procreación, y, en segundo lugar, a partir de la década de 1980, cuando el temor al SIDA demonizó la consumación natural del acto sexual y buscó otras formas (o juegos) menos “peligrosos”, tanto para evitar los embarazos no deseados como el contagio venéreo.
El resultado de la primera revolución fue el olvido de la función primaria y natural del sexo: la reproducción; por su parte, el miedo a las enfermedades de transmisión sexual dio lugar a una sexualidad multiforme, con gran “jugabilidad” (término usado en los videojuegos) y abierta a un sinfín de posibilidades de diversión.
El problema de que algo nos ofrezca múltiples formas de diversión es que nos abre también la puerta al abismo del aburrimiento. Cuando el sentido de la sexualidad se pierde en pura diversión, acecha el aburrimiento como un fantasma que nos empuja, con una fuerza irresistible, a saltar de pantalla continuamente o a cambiar de pareja de juego.
Por desgracia, hay parejas que se quejan de ese mal de la época que se ha adentrado en sus lechos: el aburrimiento sexual les ha invadido o, más bien, se lo creen. Las recetas de cientos de revistas y sitios de Internet son siempre las mismas y pueden resumirse en insistir en lo que justamente genera el conflicto, es decir, en buscar nuevas formas de jugar. Evidentemente, esas “soluciones” no lo son porque se mantienen a un nivel superficial y no llegan al núcleo del problema.
Pensamos que para no caer en el engaño de ese aburrimiento sexual, debemos tener en cuenta:
Que cuando una pareja se aburre, se aburre en todo, no sólo en el sexo. Por eso, tenemos que reencontrarnos cada día y divertirnos juntos. Si nuestra pareja nos aburre es porque hemos dejado de admirarla y no podemos esperar que lo que no funciona durante el día funcione durante la noche.
Que el sexo puede aburrir cuando se busca un fin particular, como satisfacer una necesidad, no sentirse solo, olvidarse de los problemas… Hablamos, entonces, de rutina, la cual sólo halla remedio en la comunicación sincera.
Que la falta de apetencia sexual puede deberse a diversas causas como el insomnio, exceso de cansancio, preocupaciones, tristeza… síntomas que una vez más se detectan gracias a una comunicación fluida en la pareja.
Que es normal que en la vida de una pareja haya épocas de ausencia de relaciones sexuales. Ello no ha de significar falta de amor; al contrario, en esos intervalos ha de encenderse más la llama del amor, el cariño, la ternura, la comprensión, que incendiará sin duda otra vez el deseo y la pasión con una fuerza renovada.
Pilar Guembe y Carlos Goñi