Existen datos clarificadores que nos indican por dónde debe ir nuestra actitud, si queremos mejorar de forma eficaz el medio ambiente de nustra madre tierra.
Un automóvil pequeño consume unos 5,5 l a los100 km; uno grande hasta 10 l para la misma distancia. En suma, con un coche pequeño puede uno desplazarse casi 2 veces a más distancia que con uno grande para el mismo consumo energético. Las emisiones de CO2 de un coche normal están en torno a 180 g/km (pueden llegar a 400 g/km para los de gran cilindrada). Un coche híbrido puede reducirlas a menos de 100 g/km. Por tanto, la misma distancia recorrida supondrá casi el doble de emisiones para un vehículo normal y cuatro para uno de gran cilindrada que para uno híbrido, con el mismo nivel de confort. Uno eléctrico resulta una opción mucho más adecuada bajo esta óptica (emisiones directas: 0 g/km; indirectas dependerá de la fuente con la que se generó la electricidad), pero aún no son adecuados para viajes largos por su baja autonomía.
Consumir 1 kg de patatas supone unos 300 l de agua; 1 kg de plátanos implica unos 800 l de agua; 1 kg de pan unos 1600 l, uno de arroz unos 1600 l; 1 kg de carne de vacuno unos 15.000, de carne de cerdo, unos 6000 l, y de pollo unos 4.300 l . Es obvio que nuestra alimentación impactará al consumo que hagamos de agua: un mayor consumo de vegetales implica una reducción drástica de la huella hídrica, ya que, por ejemplo, la cantidad de agua necesaria para consumir un kg de vacuno es 9 veces superior a la necesaria para fruta o vegetal del mismo peso.
Utilizar bombillas o electrodomésticos de bajo consumo supone un ahorro considerable en la factura eléctrica y una reducción de la energía que empleamos cotidianamente. Una bombilla normal consume entre 60 y 100 W; una de bajo consumo unos 15 W para similar potencia de luz; una basada en la tecnología LED puede consumir menos de 3 W, con una duración en horas promedio útiles casi 50 veces superior una incandescente.
Un frigorífico de clase A+++ consume un promedio de 150 kWh anualmente, mientras uno de clase C de similar potencia consume unos 600 kWh en el mismo periodo. En definitiva cuesta cuatro veces más caro en términos de consumo energético, junto a lo que implique en términos de emisiones según la fuente que origine la electricidad.
Podríamos multiplicar los ejemplos de este tipo de test, que nos sirven para darnos cuenta del impacto que tienen nuestras decisiones de consumo diarias. Ciertamente, una actitud de consumo responsable ayudará a reducir nuestro impacto ecológico, sin alterar sustancialmente nuestro modo de vida. Un paso más sería modificar también la cantidad de consumo, reduciendo nuestras compras a lo que resulte realmente necesario o al menos muy conveniente. Además del beneficio ambiental que esa actitud llevará consigo, también se beneficiará nuestra salud espiritual, tantas veces embotada por un consumismo materialista sin sentido.
En este sentido nuestras creeencias religiosas ayudan y mucho a tomar conciencia de la necesidad de esta necesariao reducción del consumo, pues siempre se ha considerado en el cristianismo la pobreza como una virtud, no sólo como un estado económico. En este sentido, la pobreza no es tanto no tener, sino más bien no querer tener: renunciar voluntariamente a bienes que podríamos adquirir, por el simple hecho de que esa renuncia nos enriquece espiritualmente.
En esta, como en cualquier otra virtud, el modelo para un cristiano es Jesucristo, que quiso hacerse pobre para darnos ejemplo de una vida plena. Nació en el seno de una familia modesta, vivió como un trabajador manual durante su vida en Nazareth, y luego aprovechando la hospitalidad de quienes le recibían durante sus años de predicación pública. Hasta el mismo lugar donde fue enterrado, aunque fuera solo tres días, no era suyo, sino de José de Arimatea, uno de sus discípulos. Ha habido cristianos en todos los tiempos que han llevado hasta un extremo difícil de imitar esta vida de pobreza, renunciando a poseer cualquier cosa, como ocurre en muchas órdenes religiosas, que son ejemplo admirable de pobreza llevada hasta sus últimas consecuencias. Sin llegar a ese nivel, para cualquier cristiano se trata de una virtud necesaria, pues supone poner por delante los bienes espirituales de los materiales.
La virtud de la pobreza, y las virtudes que la acompañan como la templanza y la sobriedad, no sólo impactan nuestros valores espirituales, sino que también tienen importantes efectos en nuestra relación con el medio ambiente, al reducir nuestro consumo de bienes superfluos y valorar más los seres que tenemos a nuestro alrededor por su interés en sí mismos y no por lo que nos reportan. No es casualidad que San Francisco de Asís sea a la vez ejemplo de pobreza y de amor a la naturaleza, pues ambas actitudes están íntimamente entrelazadas.
En la práctica, la virtud de la pobreza se concreta en una tensión interior por facilitar que las cosas que usamos duren, que no se deterioren por un uso inadecuado, evitar gastos superfluos, buscar formas de vida más sencillas, que no requieran muchos bienes materiales que, al fin y a la postre, tampoco dan la felicidad, sino que tantas veces la obstaculizan. Además de muchos autores espirituales que permitirían remachar esta idea, podemos también citar aquí a uno de los primeros pensadores ambientalistas, Henry Thoreau, cuando afirma que: «La mayor parte de los lujos y muchas de las comodidades de la vida, no sólo no son indispensables sino obstáculos positivos para la elevación de la humanidad…cuántas más cosas de ésas tienes, más pobre eres» (Thoreau, 1996: 8).
Los bienes materiales deberían servir para satisfacer nuestras necesidades, no para crearnos otras nuevas, para enriquecernos como personas, con hábitos que nos hagan más nobles, más generosos, que nos ayuden a progresar como personas. Además, esa actitud ante lo material tendrá un impacto directo sobre la huella ecológica de nuestra actividad, directamente marcada por nuestros hábitos de consumo. Por eso, aunque las novedades técnicas ayuden a paliar algunos de los problemas ambientales que actualmente enfrentamos, la solución más profunda hace referencia explícita a este interrogante ¿hacia dónde apuntan nuestros objetivos vitales?. En este sentido, nos parece clave afirmar con Juan Pablo II que: «…la sociedad actual no hallará una solución al problema ecológico si no revisa seriamente su estilo de vida. En muchas partes del mundo esta misma sociedad se inclina al hedonismo y al consumismo, pero permanece indiferente a los daños que éstos causan (…) La austeridad, la templanza, la autodisciplina y el espíritu de sacrificio deben conformar la vida de cada día a fin de que la mayoría no tenga que sufrir las consecuencias negativas de la negligencia de unos pocos»