El inicio del curso escolar, además de poner orden en los horarios familiares, sirve para más cosas. Entre otras para que los padres de los alumnos que lo inician coincidan, cambien opiniones y comprueben que casi todos, unos más, otros menos, están preocupados. ¿Por qué?.
Esos hijos a los que tanto quieren, a los que en ocasiones, porque no daban problemas, no les dedicaron excesiva atención, ¡cuánto lo sienten ahora! , “se les escapan de las manos”, les ven separarse de ellos, aunque no tanto, ciertamente, en cuanto siguen siendo los proveedores de su bolsillo.
Ya “no son los que eran”, dicen; “dejan de lado” cosas que antes constituían su mundo, atraídos por el nuevo y más interesante para ellos: el de los amigos y les ven, a todos, perdidos entre una serie de riesgos frente a los que ni saben ni pueden defenderse: no tienen recursos.
Y lo que es peor, tampoco ellos se los pueden dar: la distancia de los años, el temor de no saber hacerlo o la certeza de su carencia de conocimientos al respecto, es impedimento que les parece insalvable.
En efecto, los hijos no nacen con un manual de instrucciones bajo el brazo, como dicen algunos padres. ¡Gracias a Dios! Los hombres no somos aparatos de fácil programación. Somos seres racionales, capaces de variar comportamientos por obra de nuestra inteligencia y de nuestra voluntad, a las que sí se puede ayudar… si se aprende.
Lo que ocurre es, que este aprendizaje no se debe dejar para cuando tenemos “la tormenta encima”. Si dedicamos parte de nuestra adolescencia y juventud a preparar la vida profesional, debería entrar dentro de la lógica, que parte de ellas también se dedicase a preparar esa vocación de padres que todos o casi todos llevamos dentro.
Nunca es tarde para empezar, pero mejor hacerlo con calma porque la prisa, la urgencia de ver avanzar el peligro, no es la mejor compañía.
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