Cuando hablamos del comportamiento de una persona, solemos referirnos a su forma de actuar con respecto a su relación con las demás. Generalmente se acompaña de la apreciación que nos merece: en unas ocasiones positiva si es bueno y en otras, no tanto.
Generalmente también, especialmente si es negativa, no suelen coincidir, exactamente, las apreciaciones del espectador con las de su protagonista.
En algunos casos es normal, bien porque éste no cuenta con que es normal que todos nos equivoquemos, o porque no sabe responder de sus actos. Es el caso de los niños y todos conocemos su forma de reaccionar, con un “yo no he sido” o echando la culpa a otro.
Actualmente, son muchas, demasiadas, las personas adultas que tampoco aceptan la responsabilidad de sus actos. En este caso no es la inexperiencia propia del infantilismo, sino su inmadurez, la que les hace reaccionar de forma semejante.
El “yo no he sido” de los niños, en la persona inmadura se convierte en una especie de filosofía que la conduce a la inoperancia e incapacidad, para creer que puede equivocarse, lo que le envuelve en un desagradable aire de suficiencia; para salir de sí misma, ver las consecuencias de sus actos y hacerse cargo de sus consecuencias, a lo que coopera cierta falta de humildad, o para asumir los esfuerzos que requieren las obligaciones propias que reparten, para hacer otro tanto con las responsabilidades.
(La renuncia de algunos padres, a educar a sus hijos, responsabilizando de ella al colegio ¿tendrá algo que ver con esto?).
Difieren estos comportamientos de los de las personas maduras. Sus éxitos y fracasos, su comenzar y recomenzar de cada día, van tejiendo sus vidas.
No parece fácil pero el resultado, al menos, genera seguridad y confianza.