La soberbia anidada en el corazón humano. Sus manifestaciones son cada vez más patentes y refinadas y sus consecuencias un mayor afán de dominio.
Es esta soberbia, revestida de muchos trajes que le dan aspecto más amable, es la que empuja al hombre a creerse dueño y señor de cuanto existe, también de la vida y de la vida humana en particular.
De acuerdo con sus criterios de “propietario”, vela y piensa por los demás, a los que considera menores de edad, a la par que emplea el rosa, como único color para la decoración de las escenas idílicas que pinta. Con esta dinámica, desde hace años, viene determinando nacimientos y muertes en los orígenes de la vida. Su habilidad ha sido tal que, creadas tendencia e inercia, puede despreocuparse para dedicarse a otras etapas de la vida que también precisan de su intervención planificadora y decorativa.
Una de ellas es la final de la vida. Desde hace un tiempo su preocupación está en determinar los casos en los que <strong>acabar con la vida de personas mayores, especialmente deterioradas, o de pacientes con enfermedades irreversibles no sea delito. En todos los casos, – quiere que quede bien claro -, el “único” afán que le mueve es la felicidad de las personas: que no sufran, que tengan cuanto apetezcan, aunque les arruine en todos los órdenes y que, llegado – según su “criterio de propietario”-, lo que considera, el final de la persona por la que tanto “vela”, pueda llevar a la práctica su derecho a una “muerte digna”.
España, que en expresión vulgar, gusta de apuntarse a cualquier bombardeo, especialmente si está teñido con tintes rosáceos y de novedad, no podía ser menos -, también se ha apuntado a éste y, aunque por conveniencias coyunturales lo mantenga en la latencia, de vez en cuando lo saca a la luz cuando, ocasionalmente, lo considera oportuno.
A propósito de estas “preocupaciones” tan “humanas”, me viene a la memoria el proceso seguido por un medicamento que, por prescripción médica nos daban cuando éramos pequeños y estábamos enfermos. Olía aquella pócima a “demonios verdes” y sabía, no mal, ¡peor!, de tal manera, que constituía un auténtico martirio: para los pequeños tomarle y para las madres lograr que fuera tomado.
El paso del tiempo no la desterró, al contrario: se afianzó su eficacia y difusión porque trabajando sobre su sabor, consiguieron otro agradable sin merma de su eficacia apariencia. Aunque lo peor eran las inyecciones. Ahora se inyecta poco a los niños. Los laboratorios debieron trabajar mucho para darlas otras formas menos agresivas sin restarlas eficacia. Así conservan la vida.
Me temo que este camino no sea compatible con la soberbia humana: acompañar y apoyar física, efectiva y afectivamente a un enfermo crónico es pesado y, de paso, nada espectacular
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