El hombre puede dirigirse hacia el bien sólo en libertad, como fruto de su propia decisión. El ser humano actúa según su conciencia y libre elección, es decir, movido e inducido por una convicción interna personal y no bajo la presión de un ciego impulso interior.
El hombre justamente aprecia la libertad y la busca con pasión: quiere y debe generar por su libre iniciativa su vida personal y social, asumiendo personalmente su responsabilidad. La libertad, no sólo permite al hombre cambiar convenientemente su entorno, sino que determina su crecimiento como persona. El hombre se genera a sí mismo, es padre de su propio ser y construye el orden social buscando en cada una de sus acciones un bien.
La libertad no se opone a la dependencia en diversos aspectos, pues aceptamos libremente depender de unas normas sociales, jurídicas o de nuestros amores. Elegimos libremente unirnos a nuestro conyuge o a nuestra creencia en Dios porque nos da la gana, sin que esa dependencia hacia esos seres queridos limite en nada nuestra libertad.
En realidad, la libertad del hombre encuentra su verdadera y plena realización en la búsqueda de bienes concretos y del bien absoluto. Por eso no hace un adecuado uso de la libertad quien decide elegir algo que es objetivamente malo o perjudicial: el que se introduce en el mundo de la droga o el que atenta contra su vida o la de los demás.
El recto ejercicio de la libertad personal exige unas determinadas condiciones de orden económico, social, jurídico, político y cultural que son, con demasiada frecuencia, desconocidas y violadas. Estas situaciones de ceguera y de injusticia gravan la vida moral y colocan tanto a los fuertes como a los débiles en la tentación de provocar un daño a los los otros.
Al apartarse de la ley moral, el hombre atenta contra su propia libertad, se encadena a sí mismo, rompe la fraternidad con sus semejantes y se rebela contra la verdad divina impresa en su interior.