En las Monarquía parlamentarias, los reyes no gobiernan. Pero reinan. Y, como cualquier ciudadano, tienen ideas. Y creencias. Y conciencia. Es decir: como cualquier ciudadano, son políticos. Con plena libertad para expresarse. Porque no existe democracia cuando un ciudadano debe reservar sus más profundas convicciones a la esfera privada. O es una democracia vacía, que condena a la esquizofrenia a sus ciudadanos.
Y Balduino, rey de los belgas, era un demócrata. Nacido el muy simbólico año 1930 en que se cumplía el primer centenario de la independencia de Bélgica, fue el heredero de Leopoldo, príncipe de Lieja y sucesor del valiente rey Alberto I. En 1934 perdió a su abuelo, y al año siguiente, en un absurdo accidente de automóvil, a su adorada madre, la reina Astrid. Se convirtió en el mayor de tres hermanos huérfanos, Josefina Carlota, futura gran duquesa de Luxemburgo, y Alberto, también futuro rey de los belgas. Balduino, un niño muy inteligente, lleno de sentido de la responsabilidad y de la trascendencia, preguntaba a su institutriz acerca del destino de su madre. Y cuando en 1940 su padre, el rey Leopoldo III, decidió permanecer en la Bélgica ocupada por los nazis, en el lóbrego castillo de Laeken, el príncipe Balduino pudo deducir que el horizonte de la Monarquía, sometido ya su padre al severo escrutinio de la historia, anunciaba graves turbulencias.
Sin embargo, finalizada la guerra, los belgas respaldaron en referéndum la continuidad de la institución. Y, al año siguiente, Balduino fue proclamado rey. En unos pocos años, Bruselas se convirtió en la capital de las nacientes Comunidades Europeas, celebró en 1958 una Exposición Universal, y asistió en 1960 al matrimonio de su soberano con la noble española Fabiola de Mora y Aragón, mientras Bélgica se consolidaba como una gran democracia unida al destino común de Europa.
En esa gran democracia, el rey profesaba con enorme naturalidad y devoción sus profundas creencias cristianas. El cardenal Suenens habría de revelar sus largas horas delante del Santísimo, y la sencillez con la que sostenía que estaba «tomando el sol de Dios» cuando se le preguntaba por sus prolongadas visitas.
Esas creencias abrieron un gigantesco debate mundial cuando el 3 de abril de 1990 el rey Balduino se negó a sancionar la ley que regulaba la ampliación del aborto en Bélgica. Y, además, anunció que estaba dispuesto a renunciar al trono antes de actuar en contra de sus convicciones. Se acudió entonces a la ingeniería jurídica para dejar en suspenso el ejercicio de las funciones regias entre ese histórico 3 de abril y el 5 siguiente, en que la ley entró en vigor a falta de sanción real. Pero el soberano de los belgas había lanzado un formidable mensaje a la opinión pública internacional. En los días siguientes, la controversia entre partidarios y detractores del derecho a la vida recorrió todos los espacios públicos. Balduino de Bélgica acababa de colocar el más esencial de los derechos, el fundamento de todos los demás, en el centro del debate público.
Apenas tres años después, con poco más de sesenta y dos años, falleció el 31 de julio de 1993 en su residencia estival de Motril, en la España a la que quiso tanto. Su corazón se detuvo. Era el corazón de un hombre que fue cristiano antes que rey y rey en cuanto cristiano. El corazón, como diría el Wolfgang de Tannhäuse, de Wagner, de «un hombre que nunca se traicionó a sí mismo».