¿Basta el género para conocer la identidad?

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Los esquemas sexo-género nacen a mediados del siglo pasado en el marco de un debate de la Edad Moderna entre naturaleza y libertad. De ese debate surgió a su vez la polémica entre naturaleza y cultura (modo de llamar a las realizaciones propias de la libertad), en los que ambas nociones son interpretadas como dos realidades previamente constituidas. De esta manera, su articulación vendría a ser una goma elástica de la que una y otra tiran de cada lado con la pretensión de ganar cada cual el mayor terreno posible. Incluso hasta absorber uno de los extremos en el otro.

En dicho contexto dualista, regido por ese extraño «tira y afloja», el género ha absorbido y domesticado al sexo, convirtiéndose en una noción invasiva que lo abarca todo y que no significa nada. Pero si la diferencia varón-mujer fuera puramente cultural, como han defendido, entre otros, las filósofas Simone de Beauvoir y Judith Butler, o la antropóloga cultural Margaret Mead, se trataría de una cuestión que dependería únicamente de la propia autodeterminación, sin nada fijo que no pueda ser susceptible de cambio o de un enfoque contradictorio.

Sin embargo, a pesar del enorme don de la libertad, el ser humano no escapa a unas leyes. Al menos en su corporeidad, y ahí se centran las leyes biológicas de las que se sirve la Medicina. Por su parte, también se advierten ciertos universales psíquicos de los que se ocupa la Psicología —y aplica la Psiquiatría—, intentando conocer ese algo tan complejo que constituye el psiquismo humano. En él aparecen el subconsciente, los arquetipos colectivos, las ideas, las creencias, las preferencias, las actitudes, los impulsos, los deseos, las manías y los tipos de comportamiento. De aquí que la estructura psicosomática —sometida a ciertas leyes—, parece una evidencia innegable, como también lo es la libertad y las distintas posibilidades que ofrece para solucionar unas mismas necesidades o problemas. Por este motivo no solo es legítimo hablar de «cultura» sino de «culturas».

¿Por qué, entonces, la naturaleza se ha opuesto a la cultura y el sexo al género, presentándolos uno frente al otro? La experiencia muestra que el ser humano nace prematuro, sin terminar de desarrollar. Es decir, requiere de las relaciones con su familia, en primer lugar con su madre, de la educación, de las posibilidades del entorno… En otras palabras, de la cultura. El niño ha de aprenderlo todo: desde caminar, comer o hablar, y la realización concreta de esas actividades es cultural, como lo es tener una lengua materna y no otra.

En el ser humano, «naturaleza» y «cultura» se entrelazan, de modo que una es posibilidad para el crecimiento de la otra. Por eso podemos decir que la naturaleza humana es intrínsecamente cultural. Es decir, su desarrollo es precisamente la cultura, porque la educación o las posibilidades de desarrollo en cada sociedad o en cada época histórica son cultura y no biología.

Cultura es el fruto de las acciones libres no solo hacia fuera sino incluso en el marco de la propia personalidad. No en vano, el término «cultura» viene de «cultivar», tanto la tierra como el propio carácter y el propio espíritu. En este sentido, el género es el desarrollo de la propia condición sexuada en la historia y en la biografía personal. Podríamos afirmar, por tanto, que el sexo es intrínsecamente género, paralelamente a como la naturaleza es intrínsecamente cultura, por lo que se puede advertir que el género no lo es todo.

En todo caso, para llegar a conocer dónde radica la diferencia varón-mujer haría falta, además llegar a un nivel más profundo que los esquemas sexo-género, aquel que dé cuenta de la identidad personal y del modo de donarse a los demás.

 Blanca Castilla de Cortázar

 

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