Uno de los índices más claros del nivel de vida cristiana en una sociedad occidental desarrollada, tradicionalmente cristiana, es la natalidad.
Fuente Daniel Arasa (Forum libertas)
Los últimos datos sobre la natalidad en España muestran una caída en la fertilidad, que da una inflexión a la línea ascendente de la última década. No era para entusiasmar, porque en ningún momento se alcanzó 1,5 hijos por mujer y seguía quedando lejísimos del mínimo de 2,1 hijos por mujer requerido para el relevo generacional, pero va a peor. Además, una parte muy importante del incremento de la natalidad se debía a las mujeres inmigrantes y a las de la generación del baby boom. Muchas de aquéllas están regresando a sus países o reducen la fertilidad ante la crisis, a la vez que pasa la edad de tener hijos para las segundas, que en realidad tampoco tuvieron muchos.
Muchísimo se ha hablado de la negativa influencia que la baja natalidad tendrá para la economía española y para el sistema de pensiones, que puede entrar en colapso en pocos años con el envejecimiento de la población y la disminución de los cotizantes. Es muy real. Pero desearía analizar otro aspecto más inmaterial de la caída de la natalidad, el del colapso ético. En sentido humano en primer lugar y, elevándolo más, cristiano.
No existen baremos exactos para medir la vida cristiana de una sociedad. En la historia se ven períodos en que la presencia cristiana parece impregnarlo todo, mientras en otros da la impresión que casi ha desaparecido. Quizás no sean del todo reales ni unos ni otros. A veces la levadura cristiana actúa casi sin que nadie se dé cuenta y fermenta toda la sociedad, y en otras en que parece tan evidente su presencia quizás sea más en superficie que en profundidad.
Con todas las cautelas, sin embargo, tampoco hay que desestimar algunos indicadores que aproximan al conocimiento del grado de vida cristiana de una sociedad. Uno de ellos es la asistencia a la misa dominical. Si en una sociedad tal participación es muy baja puede deducirse que la mayoría de las familias no llevan una praxis cristiana. Y a la inversa. Otro indicador puede ser el número de vocaciones al sacerdocio, a la vida religiosa, al celibato en medio del mundo.
Está empíricamente demostrado que en las familias, en las organizaciones y en las sociedades en que la vida de fe es intensa abundan aquellas vocaciones, mientras que en las familias y sociedades frías en este aspecto las vocaciones son pocas. Cada respuesta a una vocación es individual, pero el caldo de cultivo en que se vive hace que lo facilite o dificulte, a veces hasta niveles muy extremos. En familias de intensa vida cristiana es fácil que los hijos se planteen lo que Dios les pide, en tanto que es poco menos que impensable que lo hagan aquellos que nunca oyen hablar de Dios.
Quizás nadie lo haya calibrado, pero tengo el absoluto convencimiento de que otro de los índices más claros del nivel de vida cristiana en una sociedad occidental desarrollada tradicionalmente cristiana (Europa Occidental, Estados Unidos, Canadá, Australia) es la natalidad. Una observación fácil hoy mismo. Invito al lector a que repase mentalmente diversos movimientos, prelaturas, grupos de oración, organizaciones marianas…, que uno percibe que funcionan razonablemente bien y se fije acerca de la media de hijos que tienen los matrimonios que de ellos forman parte. Se encontrará con una conclusión inapelable por su evidencia: el número medio de hijos es alto y hay muchas familias numerosas.
Como es lógico, cada caso y situación son distintos, pero nos referimos a la media. ¿Cuál es la conclusión? ¿Que todas estas son familias ricas, o muy bien situadas, o con la vida resuelta? Evidentemente no. Las hay de todos los niveles y pelajes. Pero tienen en común la confianza en Dios, el dar alas a la vida sin poner obstáculos a la llegada de nuevos hijos, los padres hacen de su amor una forma de entrega y no sólo de búsqueda del placer. Como es normal, esto lleva a la mayoría a tener más hijos. Por ello las familias del mundo occidental que llevan una vida espiritual intensa tienen, por término medio, más hijos que el resto. Las familias hedonistas, por su lado, suelen tener pocos. Una vida espiritual fuerte conlleva una mayor entrega a los demás sin buscar contraprestaciones, un nivel ético más alto. De rebote estas personas hacen una aportación social complementaria, la de traer más hijos al mundo que en el futuro sacarán su país adelante y, a la vez, dan más sentido ético a toda la vida ciudadana.
Pocos políticos son conscientes de esta importancia de incrementar la natalidad no sólo por intereses materiales. ¡Que también!. Y no son capaces de ver que no depende sólo de ayudas económicas, sino sobre todo de fortalecer los valores, los principios de las familias que forman esta sociedad. Cuando se ven las políticas de algunos gobiernos y partidos, sus webs e información al ciudadano, uno llega a la conclusión que más que fortalecer valores de lo que se trata es de degradarlo al máximo. Especialmente si es joven. Hasta se le forma en todo tipo de trampas y bajezas para eludir la natalidad, nunca para ilusionarle en ser padre o madre.