La primera fue la de un niño al escuchar la respuesta negativa, que otro que lo acompañaba, daba a su pregunta: “Tú ¿no tienes móvil?”. Cualquiera podía imaginar, al mirarlo, que se trataba de la mayor de las desgracias. Desgracia, por la que su compañero podría verse solo, abandonado y desprotegido, al no disponer de las ventajas del aparatito que llevaba en su mano.
Tras un breve rato, en el que ambas cabezas estuvieron volcadas sobre él, la sorpresa del segundo, revestía en su cara todos los matices: de la admiración a una pizca de pelusa. Y como si intuyese un futuro incierto sin móvil, por un instante, su seguridad anterior pareció vacilar.
Es curioso: un niño se inquieta al descubrir que no tiene móvil que, llegado el momento lo ayude, entretenga, y le conecte con quien pueda prestarle ayuda. Curioso también que, pasados los años, los adultos sigamos más pendientes de ese móvil,- que no pasa de ser un aparato -,que del móvil que motiva nuestras acciones. Que confiemos más en esas prestaciones que en las que la propia inteligencia, apoyada en los conocimientos, la reflexión y la experiencia, pueda prestarnos con respecto a situaciones concretas de actuación personal.
La razón de esta desconfianza, es posible que no se encuentre únicamente en lo costoso de la de reflexión en nuestra vida cotidiana. Probablemente habría que buscarla en otro lugar que nos cuesta más, reconocer que descubrir: ¡la pereza! “Pereza… ¿yo?”, nos preguntamos, olvidando que la pereza no nos ronda solamente a la hora de levantarnos de la cama.
Por pereza, preferimos como móvil de nuestras acciones, lo que nos sugieren y, con frecuencia y por la misma razón, nos dejamos llevar por móviles ajenos, en vez de, por los propios, olvidando que a los adultos, ni nos valen excusas ni poner cara de sorpresa.