El divorcio no solo era aireado en algunos medios de comunicación de la Inglaterra de principios del XX, sino también aplaudido como si fuera una fiesta. Algo que casi merecía las mismas flores y la misma celebración que una boda, con su correspondiente tarta de divorcio, su lista de regalos, muchos brindis alegres y un montón de invitados que se dan cita para ver al marido y a la mujer desaparecer en direcciones opuestas. En 1920 recopiló Chesterton varios de sus artículos periodísticos sobre este tema, los desarrolló y escogió como título «La superstición del divorcio».
Su optimismo incurable le hizo creer que la nueva moda no arraigaría, y que su ensayo acabaría siendo innecesario. Se equivocó por completo, y hoy es más necesario que nunca recordar sus palabras: «si chocas de noche con un obstáculo, puedes quitarlo de en medio, siempre que no sea el pilar que sostiene el techo sobre tu cabeza». Para Chesterton, los que quieren ampliar los conceptos de familia y matrimonio abren boquetes en el casco de un barco creyendo que están cavando hoyos en un huerto. La cuestión de si están en un barco o en un huerto la juzgan teórica y abstracta. No imaginan la grandeza de lo que atacan, ni advierten el peligro de sus agujeros. Por eso, facilitar el divorcio le parece tan irresponsable como animar a las personas a tirarse al mar o pegarse un tiro. Piensa que el mundo capitalista está en guerra contra la familia por la misma razón por la que está en guerra contra el sindicato. Y es que el fino olfato de los plutócratas ha descubierto que la familia es el mayor obstáculo para su inhumano progreso. Porque sin familia estamos indefensos ante el Estado, como denuncia el gran Balzac en un párrafo que Chesterton aplaude sin reservas: Al perder la solidaridad de la familia, la sociedad ha perdido esa fuerza elemental que definió Montesquieu llamándola honor. La sociedad ha aislado a sus miembros para gobernarlos mejor, y los ha dividido para debilitarlos. A quienes no ven la estrecha relación entre divorcio y esclavitud, Chesterton les pide que se acuerden de La cabaña del tío Tom y se pregunten si la más antigua y más simple de las acusaciones contra la esclavitud no ha sido siempre la separación de la familia.
Sin entrar en el aspecto religioso, Chesterton advierte la falta de lógica con que se plantea este asunto: puesto que hay matrimonios que desean divorciarse, los divorcistas piden una ley que lo permita. Se trata de un tipo de falacia que nos aboca a ir de mal en peor: como el puente de Londres se ha caído, reconozcamos que los puentes no sirven para unir dos orillas. La verdad, sin embargo, es que «el antiguo puente construido sobre las torres de los sexos es la más digna de las grandes obras de la tierra». En lugar de un debate racional, Chesterton lamenta que solo se oiga una especie de coro sentimental, repitiendo que el matrimonio es amor, y cuando el amor cambia, cuando muere y renace en otra parte, el matrimonio ha de hacer lo mismo. Con toda su razonable simpatía por lo sentimental, semejante planteamiento le parece pura patraña, como si un ladrón dijera que siente reverencia por la propiedad privada, pero piensa robar un Van Gogh que el Barón Tyssen ya no aprecia mucho. Es obvio que este ladrón no entiende lo que significa una ley, ni tampoco una institución.
Porque el matrimonio es una institución jurídica establecida para cumplir ciertas funciones. Y la relación entre esposos, entre padres e hijos, no puede ser disuelta por un mero arrebato sentimental. Los sentimentales están en su derecho de tener los sentimientos que quieran, pero no pueden afirmar que una institución equivale a una emoción. Sentimentales y progresistas tienen razón al esgrimir que en toda familia hay problemas, pero se equivocan al pensar que los problemas se disuelven cuando se disuelve la familia. En realidad, se agrandan. «Si sustituyes la educación natural de los padres por profesionales a sueldo, eres como un loco que se niega a usar gratis el viento o el agua para mover su molino, y contrata para ello a jornaleros». Al preguntarnos qué es el matrimonio, es posible que caigamos en la cuenta de que se trata de una promesa. Y, si es lógico pedir a un hombre fidelidad a la comunidad que lo ha hecho a él, no es menos lógico pedirle que sea fiel a la comunidad que él ha hecho. No es muy difícil entender que esa pequeña comunidad, especialmente libre en cuanto a su causa, está radicalmente atada en cuanto a sus efectos: ningún otro contrato puede crear niños que hayan de vivir bajo el mismo techo.
Por eso, la fórmula «hasta que la muerte nos separe» no es de ninguna manera irracional, pues los padres morirán antes de ver siquiera la mitad de la vida de esos seres que han engendrado. Si Ricardo o Susana desean destruir su familia porque se han cansado de convivir, Chesterton les aconseja pensarlo mejor. Y les asegura que no tienen derecho a destruirla, ni siquiera a pensarlo, hasta que entiendan bien para qué sirve. Tienen que saber que la familia realiza por amor un trabajo social necesario, imposible de realizar por dinero. Tienen que saber que es el origen de toda sociedad, constituida siempre por un conjunto de reinos pequeños en los que un hombre y una mujer se convierten en rey y reina, y en el que ejercen una autoridad razonable, sujeta al sentido común de la comunidad, hasta que quienes están bajo su cuidado crecen y son capaces de fundar reinos similares. Se trata de la estructura social de la humanidad, mucho más vieja que toda su documentación histórica, y más universal que cualquiera de sus religiones. Por eso, todos los intentos de alterarla son engaño y estupidez.
En otro de los supuestos, Ricardo o Susana pueden querer una familia sin comprometerse, convencidos de que, tarde o temprano, se cansarán del pacto. Temen que, con el tiempo, se conviertan en personas diferentes. Pero es precisamente ese cambio constante –estima Chesterton– lo que constituye la esencia misma de la decadencia, aunque a esa decadencia le demos el nombre de modernidad. Uno de los más serios problemas del mundo romano fue que, por debajo de cierto nivel social, nadie estaba seguro en cuestiones de genealogía y paternidad. Por eso, «cuando las esclavas cristianas empezaron a defender su dignidad hasta llegar a la muerte, empezó un mundo nuevo». Chesterton sonríe cuando escucha que el compromiso matrimonial es un yugo impuesto a la humanidad por el diablo, pues en realidad es un yugo que quienes se aman se imponen a sí mismos. La expresión «amor libre» es contradictoria, porque la naturaleza del amor es atarse a sí mismo, y la institución del matrimonio no hace otra cosa que respetar la decisión de dos personas libres, tomando en serio su palabra.
Prometerse y dejar al mismo tiempo una escapatoria, una posibilidad de retirada, le parece a Chesterton un engaño esterilizador del amor. Sabemos que hablaba por experiencia. Los contrastes entre el caótico escritor y su meticulosa esposa fueron muchos y grandes, pero la convivencia fue siempre buena. Su propio matrimonio le proporcionará esta simpática argumentación: «Siendo niño escuché que en Estados Unidos era posible obtener un divorcio por incompatibilidad de caracteres. Pensé que era un chiste. Ahora he descubierto que es verdad, y me parece más que un chiste. Si los casados pueden divorciarse por incompatibilidad de caracteres, no entiendo por qué no se han divorciado todos. Por la misma definición del sexo, cualquier hombre y cualquier mujer tienen caracteres incompatibles. Y precisamente de eso se trata al casarse. Más aún, de ahí resulta lo más divertido de ese compromiso. Uno no se enamora de una persona compatible. Estoy preparado para apostar que nunca un matrimonio ha tardado más de una semana en descubrir su incompatibilidad de temperamento, y que una buena y sólida incompatibilidad es garantía de estabilidad y felicidad».