The Grand Design de Hawking desdibuja la frontera entre la fe y el conocimiento con conclusiones no muy científicas.
Crear podría considerarse algo tan sencillo como escribir estas líneas. La última creación del científico británico Stephen Hawking ha sido su libro , cuyo co-autor es el físico estadounidense Leonard Mlodinow. En su conocido ensayo Breve historia del tiempo Hawking dejaba una puerta abierta a la existencia de Dios, pero en este libro parece cerrarla a través de la siguiente frase: “Dado que existe una ley como la de la gravedad, el universo puede y se crea a sí mismo a partir de la nada”. Sin embargo, crear el universo es algo bien diferente a crear un libro, por la sencilla razón de que el universo se creó de la nada y, por tanto, su creación transciende el método científico, yendo más allá de la física, y siendo terreno de la metafísica.
Hawking se había mostrado anteriormente mucho más ambiguo, o al menos prudente, respecto a su idea de Dios. En una entrevista realizada en el año 2008 afirmó: “No soy religioso en el sentido normal de la palabra. Creo que el universo está gobernado por las leyes de la ciencia. Las leyes pueden haber sido establecidas por Dios, pero Dios no interviene para romper las leyes”. En estos dos años se ha producido un cambio evidente en sus declaraciones sobre la existencia de Dios. Desconocemos qué hecho ha propiciado esta mudanza ideológica. ¿Se ha producido recientemente algún descubrimiento notorio en física que sustente tal afirmación?, ¿es simplemente una deriva intelectual del autor?, ¿o una afirmación oportunista? Con relación a este último interrogante, no debemos olvidar que los autores de este libro no sólo viven de la ciencia, sino también de su divulgación.
Los científicos se caracterizan por estar siempre expectantes, interesados por un entorno al que tratan de dar explicación. Para ello se basamos en datos empíricos de los que derivan explicaciones e hipótesis, siempre con la humildad de quien se sabe limitado en sus capacidades y metodología. Sin embargo, la sociedad, desde el siglo XIX, empuja al científico hacia la vorágine de la especulación, que es un atajo para lograr reconocimiento social e impacto mediático. Como en cualquier otra profesión, la notoriedad pública es un gran alimento del ego.
La “amistad” entre ciencia y fe.
Si un lector está interesado en una lectura sobre los fundamentos de la existencia o no de Dios, The Grand Design no es su libro. Es la metafísica y no la física la que puede entrar a discutir sobre la esencia de Dios. Creer en Dios es ante todo un acto de fe. Según la primera acepción del Diccionario de la Real Academia Española, la fe es el “conjunto de creencias o dogmas acerca de la divinidad”. Si no se distingue adecuadamente entre fe y razón se puede llegar a equívocos como el derivado del siguiente razonamiento: si creo en las teorías de Hawking no puedo creer en Dios. El creer es precisamente la clave para diseccionar lo que pertenece a la física y separarlo de lo que pertenece a la metafísica sin que la separación signifique incompatibilidad. En palabras de Benedicto XVI, “no existe oposición entre la creación vista desde la fe y la evidencia de las ciencias empíricas”. Incluso el Papa va más allá al afirmar que “existe una amistad entre ciencia y fe”.
Los autores de este artículo no podemos discutir de metafísica, pero sí de física. No porque seamos físicos, sino porque somos científicos. Como cualquier otra ciencia, la física se sustenta sobre el método científico, cuyo “inventor”, Descartes, fue un destacado filósofo y reconocido creyente. El método científico ha sido fundamental para avanzar en el conocimiento del hombre y de su entorno. Sin embargo, hay científicos como Hawking y Mlodinow que aparentemente se basan en la ciencia para saber incluso que Dios no existe. En verdad, muchos científicos, prescindiendo de la duda cartesiana, confunden saber con creer. Muchas veces los científicos creen aunque no saben, llevándoles a creer que saben lo que sólo creen.
Este juego de palabras no es ninguna perogrullada y quizás sea ahora pertinente algún ejemplo. Hace aproximadamente cien años tuvo lugar un intenso debate científico acerca del papel de la genética y de los factores socio-económicos sobre el nivel intelectual de las personas. Algunos relevantes científicos defendían la influencia fundamental de la genética en la inteligencia. Uno de ellos fue Charles Davenport, director del prestigioso Cold Spring Harbor Laboratory de Nueva York, y persona abiertamente racista y eugenista. Davenport estudió numerosas familias y estableció linajes genéticos que parecían sustentar científicamente sus conclusiones y que influyeron en las leyes migratorias estadounidenses y justificaron el desarrollo de programas de esterilización forzosa. Se pretendía limitar tanto la inmigración como la capacidad de reproducción de determinadas razas con niveles intelectuales supuestamente bajos. Hoy en día estas ideas nos parecen absurdas y sin ninguna base científica, aunque todavía se dan desafortunadas excepciones. En octubre de 2007, James Watson, que recibió el premio Nobel de Fisiología o Medicina en 1962 por la descripción de la doble hélice del DNA junto con Francis Crick, y que posteriormente dirigió la sección americana del proyecto Genoma Humano, declaró a The Times que “en general, los descendientes de africanos no son tan inteligentes como los descendientes de europeos”.
Posteriormente emitió un comunicado disculpándose sin reservas por sus comentarios y añadió que “no hay base científica para tales creencias”. Loable la disculpa de Watson, pero nada más indecoroso que usar el púlpito científico para emitir juicios basados en creencias y no en datos. Es ejemplo paradigmático de científico que cree saber lo que sólo cree y que intenta convencer de ello a los demás, pervirtiendo así el método científico. Hoy en día hay también discusiones científicas que, sin saber cómo ni cuándo, se han convertido en disputas fundamentalmente ideológicas. Un ejemplo en este sentido nos lo ofrece el debate sobre la influencia del hombre en el cambio climático. En la comunidad científica encontramos gran número de científicos que creen que el hombre está influyendo de manera perjudicial en el clima del planeta, pero hay otros que no creen en ello. El debate entre unos y otros ha llegado a tal extremo, que las posiciones se han vuelto casi irreconciliables y el método científico ha quedado relegado en muchas ocasiones a un segundo término, y se utiliza para sustentar “científicamente” la verdad propia de cada cual. Evidentemente, la verdad sólo puede ser una, por lo que los científicos equivocados han estado creyendo en lugar de sabiendo; han hecho el acto de fe de creer en datos científicos erróneos o bien han malinterpretado los datos para sustentar sus teorías. Esto confirma que, en muchos casos, los científicos confundimos creer con saber.