Cuando un hombre acaba su vida por mano propia, como está sucediendo en países de nuestra civilización occidental, es porque no encuentra más motivo para el esfuerzo de vivir. No son situaciones de padecimiento intolerable las que provocan los suicidios; o mejor dicho, lo que hace intolerable un padecimiento no es sino una convicción, o bien una falta de convicción racional. Ningún padecimiento hay intolerable cuando el padeciente cree firme que un día acabará el sufrir y que todo va a acabar en bien.
La cualidad de infinito comunicada al dolor proviene de una disposición de ánimo llamada desesperación, que es un complot gravísimo contra la segunda de las virtudes teologales, la esperanza del cristiano; y esa desesperación es la raíz del suicidio.
Hilaire Belloc dio en el blanco cuando apuntó como causa profunda del «ocaso y caída del Imperio Romano» esa nota psicológica de la desesperación, que empezando por dominar los espíritus más videntes o más sensitivos acaba por teñir a través de la literatura y las costumbres a toda una masa humana, haciéndola no sólo impotente al esfuerzo vital, mas aun poseída de una sorda sed de destrucción.
De la religión romana se había retirado enteramente la fe y la esperanza cuando Virgilio la hubo transformado en una cantera de grandes símbolos nacionales (modernismo teológico). Inmediatamente aparecen los poetas de la desesperanza, a saber: el mismo Ovidio (Tristium), Catulo y Lucrecio que sumen a los romanos en una total incapacidad para la victoria por ausencia de una esperanza que de sentido a su lucha diaria.
El hombre, misterioso animal, no puede caminar sin afirmarse, es decir, sin apoyarse en algo. Desesperación es el sentimiento profundo de que todo esto no vale demasiado y que no merece la pena esforzase mucho en la vida diaria. Este sentimiento es fatalmente consecuente con la convicción de que no hay otra vida.
Esa desesperación pagana hace irrupción actualmente en el mundo neopagano occidental a través de la consigna del «sálvese quien pueda» y «disfruta lo más posible de lo que tienes entre manos» pues no hay nada más.
Este planteamiento está vaciando de alegría de vivir a muchos que se han alejado del único remedio: fomentar la esperanza en sus corazones.
La sonrisa de un niño es la esperanza, la esperanza no defrauda. El mal no triunfará por siempre, existe un final para el dolor. Esperar significa e implica un corazón humilde, pobre. Solo un pobre sabe esperar. Quien está lleno de sí y de sus bienes, no sabe poner la confianza en ningún otro sino en sí mismo.
Mientras haya vida, hay esperanza, dice un dicho popular; pero también es verdad lo contrario: mientras hay esperanza, hay vida y ganas de vivirla.