C. S. Lewis es el autor de las conocidas «Crónias de Narnia» y de memorables libros como «Los tres amores» «La abolición del hombre», «Mero cristianismo» o «Cartas del diablo a su sobrino» entre otros. A lo largo de gran parte de su vida se declaraba ateo pero, como él mismo cuenta, todo cambió en el momento en que vuelve a a leer a Chesterton con el que mantendría una gran relación de amistad y ambos con Tolkien.
A partir de ese momento su ateísmo tiene los días contados y así nos describe el proceso . «Después leí el Everlasting Man, de Chesterton, y por primera vez vi toda la concepción cristiana de la historia expuesta de una forma que parecía tener sentido (…). No hacía mucho que había terminado el Everlasting Man cuando me ocurrió algo mucho peor. A principios de 1926, el más convencido de todos los ateos que conocía se sentó en mi habitación al otro lado de la chimenea y comentó que las pruebas de la historicidad de los Evangelios eran sorprendentemente buenas. «Es extraño», continuó, «esas majaderías de Frazer sobre el Dios que muere. Extraño. Casi parece como si realmente hubiera sucedido alguna vez. Para comprender el fuerte impacto que me supuso, tendrías que conocer a aquel hombre (que nunca ha demostrado ningún interés por el cristianismo). Si él, el cínico de los cínicos, el más duro de los duros, no estaba a salvo, ¿adónde podría volverme yo? ¿Es que no había escapatoria?»
Lewis se siente acorralado y nos explica su situación con una imagen muy británica: La zorra había sido expulsada del bosque hegeliano y corría por campo abierto «con todo el dolor del mundo», sucia y cansada, con los sabuesos pisándole los talones. «Y casi todo el mundo pertenecía a la jauría: Platón, Dante, MacDonald, Herbert, Barfield, Tolkien, Dyson. Todo el mundo y todas las cosas se habían unido en mi contra. Siente entonces que su Dios filosófico empieza a agitarse y a levantarse, se quita el sudario, se pone en pie y se convierte en una presencia viva. La filosofía deja de ser un juego lógico desde que ese Dios renuncia a la discusión y se limita a decir: «Yo soy el Señor». Debes imaginarme solo, en aquella habitación del Magdalen, noche tras noche, sintiendo, cada vez que mi mente se apartaba del trabajo, el acercamiento continuo, inexorable, de Aquel con quien, tan encarecidamente, no deseaba encontrarme. Al final, Aquél a quien temía profundamente cayó sobre mí. Hacia la festividad de la Trinidad de 1929 cedí, admití que Dios era Dios y, de rodillas, recé. Quizá fuera aquella noche el converso más desalentado y remiso de toda Inglaterra. Hasta entonces, yo había supuesto que el centro de la realidad sería algo así como un lugar. En vez de eso, me encontré con que era una Persona».
Y el día que identifica a Jesucristo con esa Persona sabrá que ha dado su último paso, y lo recordará siempre: «Me llevaban a Whipsnade una mañana soleada. Cuando salimos no creía que Jesucristo fuera el Hijo de Dios y, cuando llegamos al zoológico, sí. Pero no me había pasado todo el trayecto sumido en mis pensamientos ni en una gran inquietud (…). Mi estado se parecía más al de un hombre que, después de dormir mucho, se queda en la cama inmóvil, dándose cuenta de que ya está despierto».
El ateísmo de Lewis había sido fruto de su pesimismo sobre el mundo: Algunos años antes de leer a Lucrecio ya sentía la fuerza de su argumento, que seguramente es el más fuerte de todos en favor del ateísmo: «Si Dios hubiera creado el mundo, no sería un mundo tan débil e imperfecto como el que vemos». Años después de su conversión, en 1940, Lewis escribe por encargo The problem of pain (El problema del dolor).
«Si Dios fuera bueno y todopoderoso, ¿no podría impedir el mal y hacer triunfar el bien y la felicidad entre los hombres»? En esas páginas, que se han hecho famosas, Lewis reconoce que es muy difícil imaginar un mundo en el que Dios corrigiera los continuos abusos cometidos por el libre albedrío de sus criaturas. Un mundo donde el bate de béisbol se convirtiera en papel al emplearlo como arma o donde el aire se negara a obedecer cuando intentáramos emitir ondas sonoras portadoras de mentiras e insultos. En un mundo así, sería imposible cometer malas acciones, pero eso supondría anular la libertad humana.
Más aún, si lleváramos el principio hasta sus últimas consecuencias, resultarían imposibles los malos pensamientos, pues la masa cerebral utilizada para pensar se negaría a cumplir su función cuando intentáramos concebirlos. Y así, la materia cercana a un hombre malvado estaría expuesta a sufrir alteraciones imprevisibles. Por eso, si tratáramos de excluir del mundo el sufrimiento que acarrea el orden natural y la existencia de voluntades libres, descubriríamos que para lograrlo sería preciso suprimir la vida misma.
Una vez resuelto en su mente el problema del dolor y su completa comprensión por parte de Lewis, el edificio de su ateísmo se derriba totalmente y acepta la fe.