¿cómo podemos hacer los padres para poner límites a los hijos?

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Nos planteamos ahora qué criterios de sentido común podemos dar a los padres en estos temas.

Lo primero de todo es plantear la necesidad de que en nuestra casa existan unas reglas de funcionamiento. En cada familia existen unas reglas y costumbres diferentes, evidentemente. Tales reglas los niños deben conocerlas bien, respetarlas y asumirlas, convencidos de que son buenas para todos y no un capricho o una manía de los padres.

Las reglas han de ser pocas. Han de ser unas normas básicas y no una larga y farragosa lista en la que uno acaba por perderse. Han de ser también muy concretas (por ejemplo, “En esta casa no se juega a la Play entre semana”, o bien “No se estudia con la música puesta”, etc.).
Lo importante es que dichas normas faciliten la convivencia. Para ello, es esencial lo que hemos dicho antes: que los hijos las asuman, acepten y hagan suyas. Si esto es así, no habrá por qué discutir más sobre ellas. Bastará con que digamos a uno de nuestros hijos: “Sabes perfectamente que no se juega a la Play entre semana, ¿verdad?”, y la discusión se habrá acabado antes de empezar.

Una buena forma de implicar a los hijos en esta tarea de asunción de las normas es que colaboren ellos en su formulación. Se les puede pedir su opinión si lo vemos conveniente y tienen madurez suficiente para ello.
Por último, pensemos también que muchas normas no son inmutables. En la vida existe un cierto margen de flexibilidad que dicta el sentido común, y que nos puede llevar a hacer alguna excepción con estas reglas. Lo peligroso es que cedamos y hagamos de la excepción una norma.
Como las normas no son inamovibles, a veces también habrá que modificar alguna que haya quedado ya obsoleta (por ejemplo, la hora de acostarse, que no puede ser la misma para un niño de cuatro años que para uno de diez).

Otro aspecto que nos parece muy importante es la existencia de un horario familiar. Una familia sin horarios es un caos: si cada uno se levanta a una hora, desayuna a una hora, hace los deberes a una hora diferente…, la convivencia se resiente mucho y se generan tensiones. Por otra parte, una familia que nunca desayuna ni come ni cena junta no es una familia unida.

Los horarios, sin que seamos rígidos y marquemos hasta los minutos como en la RENFE, son absolutamente necesarios para poder funcionar en armonía y con eficacia. Pocas cosas hay más necesarias que la exigencia horaria para los bebés y los niños muy pequeños. Necesitan ese horario para sentirse seguros y tranquilos, y, cuando algún día, por el motivo que sea, no lo hemos podido mantener, se les nota de modo muy claro (están más cansados, más nerviosos, más llorones…)

Por eso, los hijos deben tener perfectamente asimiladas las rutinas horarias que hay en casa. Sin ellas, es muy difícil que puedan tener hábitos de sueño, de comida, de juego o de estudio.
En vacaciones los horarios, lógicamente, tienden a flexibilizarse un poco. Pero, también en ellas, hemos de luchar por mantener unos horarios en casa, especialmente cando los hijos estén ya en la adolescencia. Y hay un criterio horario que, a nuestro entender, exige de nosotros una tolerancia cero: no debemos plantear siquiera la posibilidad de que un hijo nuestro se acueste y se levante a la hora que le dé la gana a él. Si lo hace, ello demostrará que hemos perdido toda autoridad sobre él.

Como antes hemos indicado, es muy importante que sepamos distinguir bien entre lo que son las necesidades de nuestros hijos y lo que son sus deseos. Con éstos últimos nos van echando a menudo un pulso, pues reclaman más y más cosas; si se las concedemos con mucha frecuencia, se van acostumbrando a excederse en los límites necesarios para que su educación sea la mejor de las posibles. Antes de ceder a un deseo de nuestros hijos, pensemos en si eso va a ser bueno para ellos.

Pongamos un ejemplo: ¿Cuáles son las necesidades que tiene un niño de entre 1-4 años? Son numerosas, y constituye una obligación de los padres el satisfacerlas: sentirse querido, seguro, cuidado, protegido y aceptado; sentirse parte de una familia unida; recibir una estimulación sensorial rica que despierte su inteligencia y sus capacidades cognitivas y motoras; tener oportunidades de aprendizaje como son el poder explorar, manipular, etc.; jugar y que sus padres jueguen con él; dormir unas doce horas por la noche; ser motivado, reconocido, consolado…

Estas y alguna más que podríamos añadir son necesidades de un niño de esas edades. Pero lo son dentro de un límite que dicta el sentido común: un niño necesita ser querido, pero no que le estemos mimando el día entero; necesita que sus padres jueguen con él, pero también tiene que aprender que los padres no podemos estar todo el tiempo haciéndolo, etc.
Pensamos que esta distinción entre necesidades y caprichos es importante que la apliquemos a las diferentes edades y situaciones de nuestros hijos, también en la adolescencia. Recordemos que las personas caprichosas, independientemente de la edad que tengan, tienen una conducta infantil, como señalaba en su día Aristóteles.

Pablo Garrido

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