Conócete a ti mismo

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No es fácil hacer una autointrospección. A todos nos cuesta conocernos y definirnos con absoluta objetividad. De hecho, a cualquiera de nosotros nos pondrían en un aprieto ahora mismo si nos dijeran: “Háblame de ti, cuéntame cómo eres”.

Además, a la hora de intentar hacerlo, influiría nuestro estado de ánimo y nos restaría objetividad. Esto se debe a que en el cerebro las zonas encargadas de elaborar las emociones, como el hipotálamo, modulan también las neuronas encargadas de razonar, lo cual hace que estén tan relacionados el tono positivo o negativo de nuestro sentir y nuestro pensar.

Por otra parte, tengamos en cuenta que, en el caso sobre todo de los niños (y también de muchas personas adultas), a menudo el concepto de sí mismos que tienen está absolutamente mediatizado por lo que escuchan decir de él todos los días, y puede acabar creándose, de modo equivocado, una autoimagen de sí mismo positiva o negativa. Por eso no es bueno encasillar a un niño, sobre todo cuando lo hacemos con valoraciones negativas del tipo “Eres un vago, un flojo, un manazas, etc.”

Durante la infancia, pesa mucho en los niños la opinión que sus padres le transmitan (con sus palabras, con sus gestos y con sus actitudes) sobre él. Luego, en la adolescencia, sin embargo, habrá momentos en los que pesará más en ellos la opinión de los amigos y compañeros que la de los padres, tengámoslo en cuenta.
El gran problema es que, a veces, la opinión que los demás traslucimos sobre alguien puede ser equivocada, y, si el niño le presta credibilidad, se la acabará creyendo, acabará haciéndola suya y luego costará mucho quitársela de la cabeza.

Los padres hemos de hacer ver a nuestros hijos que no deben obsesionarse por lo que los demás digan o piensen sobre ellos, así como tampoco deben tratar de aparentar lo que no son para así verse aceptados por los demás.
Muy a menudo hay personas que asumen conductas forzadas y no propias para intentar ganarse una buena imagen ante los demás. Algunas personas necesitan mentir sobre sí mismas para sentirse más seguras y aceptadas por el resto. Esto es muy habitual entre los adolescentes.

El psicólogo norteamericano Mark Leary demostró qué cerca de un 40% de los adolescentes norteamericanos, movidos por ese sentimiento, asumen conductas de riesgo, como son el conducir a mucha velocidad, el pelearse con otros o el hacer saltos peligrosos o consumir estimulantes. Pero lo hacen, claro está, siempre y cuando haya testigos delante que puedan admirar su “valentía”.

Pero también es posible caer en el autoengaño, de modo más o menos consciente. No cabe duda de que casi todos nosotros tenemos en nuestro interior una buena reputación de nuestra persona, y llevamos a cabo mecanismos de defensa interna para proteger dicha buena autoimagen. Somos autoindulgentes con nosotros mismos, y tendemos a disculpar de modo inconsciente nuestros errores, a borrar de nuestra memoria los datos más oscuros, a justificarnos de nuestros fallos, etc. En general, todos nos consideramos más responsables directos de nuestros éxitos que de nuestros fracasos.

El problema está en que, por esa línea, podemos construirnos una imagen inadecuada de nosotros mismos, y tener un nivel de autoestima que no se corresponde con nuestra realidad más auténtica. Como señala el sociólogo Christopher Lasch, en algunos sectores de la cultura de masas actual (el ejemplo más claro es la publicidad), se intenta inculcar autoestima a las personas, muchas veces a costa de la verdad sobre sí mismos. ¿De qué sirve hacer creer a la gente que es mejor de lo que en realidad es? Sirve para venderles cosas (perfumes, ropa, coches de lujo, ideas políticas, dietas adelgazantes, tratamientos de cirugía estética, etc.), pero no para hacerles más felices.

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