Vivimos en un momento de grandes peligros y de grandes oportunidades para el hombre y para el mundo; un momento que es también de gran responsabilidad para todos nosotros. Durante el siglo pasado las posibilidades del hombre y su dominio sobre la materia aumentaron de manera verdaderamente impensable. Sin embargo, su poder de disponer del mundo ha permitido que su capacidad de destrucción alcanzase dimensiones que, a veces, nos horrorizan. Por ello resulta espontáneo pensar en la amenaza del terrorismo, esta nueva guerra sin confines y sin fronteras. El temor que éste pueda apoderarse pronto de armas nucleares o biológicas no es infundado y ha permitido que, dentro de los estados de derecho, se haya debido acudir a sistemas de seguridad semejantes a los que antes existían solamente en las dictaduras; pero permanece de todos modos la sensación de que todas estas precauciones en realidad no pueden bastar, pues no es posible ni deseable un control global.
Menos visibles, pero no por ello menos inquietantes, son las posibilidades que el hombre ha adquirido de manipularse a sí mismo. Él ha medido las profundidades del ser, ha descifrado los componentes del ser humano, y ahora es capaz, por así decir, de construir por sí mismo al hombre, quien ya no viene al mundo como don del Creador, sino como un producto de nuestro actuar, producto que, por tanto, puede incluso ser seleccionado según las exigencias fijadas por nosotros mismos.
A todo esto se añaden los grandes problemas planetarios: la desigualdad en la repartición de los bienes de la tierra, la pobreza creciente, más aún el empobrecimiento, el agotamiento de la tierra y de sus recursos, el hambre, las enfermedades que amenazan a todo el mundo, el choque de culturas. Todo esto muestra que al aumento de nuestras posibilidades no ha correspondido un desarrollo equivalente de nuestra energía moral. La fuerza moral no ha crecido junto al desarrollo de la ciencia; más bien ha disminuido, porque la mentalidad técnica encierra a la moral en el ámbito subjetivo, y por el contrario necesitamos justamente una moral pública, una moral que sepa responder a las amenazas de se ciernen sobre la existencia de todos nosotros.
El verdadero y más grande peligro de este momento está justamente en este desequilibrio entre las posibilidades técnicas y la energía moral. La seguridad que necesitamos como presupuesto de nuestra libertad y dignidad no puede venir de sistemas técnicos de control, sino que sólo puede surgir de la fuerza moral del hombre: allí donde ésta falte o no sea suficiente, el poder que el hombre tiene se transformará cada vez más en un poder de destrucción.
Es cierto que hoy existe un nuevo moralismo cuyas palabras claves son justicia, paz, conservación de la naturaleza, palabras que reclaman valores esenciales y necesarios para nosotros. Sin embargo, este moralismo resulta vago y se desliza así, casi inevitablemente, en la esfera político-partidista. Es sobre todo una pretensión dirigida a los demás, y no un deber personal de nuestra vida cotidiana. De hecho, ¿qué significa justicia? ¿Quién la define? ¿Qué puede producir la paz? En los últimos decenios hemos visto ampliamente en nuestras calles y en nuestras plazas cómo el pacifismo puede desviarse hacia un anarquismo destructivo y hacia el terrorismo. El moralismo político de los años setenta del siglo pasado, cuyas raíces no están muertas ni mucho menos, fue un moralismo con una dirección errada, pues estaba privado de racionalidad serena y, en último término, ponía la utopía política más allá de la dignidad del individuo, mostrando que podía llegar a despreciar al hombre en nombre de grandes objetivos.
El moralismo político, como lo hemos vivido y como todavía lo estamos viviendo, no sólo no abre el camino a una regeneración, sino que la bloquea.
Europa antes, podríamos decir, fue un continente cristiano, pero que ha sido también el punto de partida de esa nueva racionalidad científica que nos ha regalado grandes posibilidades y también grandes amenazas.
Y tras las huellas de esta forma de racionalidad, Europa ha desarrollado una cultura que, de una manera desconocida antes por la humanidad, excluye a Dios de la conciencia pública, ya sea negándole totalmente, ya sea juzgando que su existencia no es demostrable, incierta, y por tanto, perteneciente al ámbito de las decisiones subjetivas, algo de todos modos irrelevante para la vida pública.
Esta racionalidad puramente funcional, por así decir, ha implicado un desorden de la conciencia moral también nuevo para las culturas que hasta entonces habían existido, pues considera que racional es solamente aquello que se puede probar con experimentos. Dado que la moral pertenece a una esfera totalmente diferente, como categoría, desaparece y tiene que ser identificada de otro modo, pues hay que admitir que de todos modos la moral es necesaria. En un mundo basado en el cálculo, el cálculo de las consecuencias determina lo que se debe considerar como moral o no moral. Y así la categoría del bien, como había sido expuesta claramente por Kant, desaparece. Nada en sí es bueno o malo, todo depende de las consecuencias que una acción permite prever.