Este tipo de situaciones suelen crear mucho desconcierto y zozobra entre los padres, ya que a menudo no saben si deben intervenir o no y cómo deben hacerlo sin empeorar las cosas.
Lo importante es que sepamos bien cuál es el motivo y el origen de la discusión y que valoremos si es una discusión meramente puntual o no. Discusiones puntuales y aisladas pueden deberse a motivos muy variados: a que los niños tengan sueño o estén muy cansados y no tengan ya aguante para nada; a que los dos quieran el mismo juguete, a que no se pongan de acuerdo en qué película ver, etc. Tales conflictos son sencillos de solucionar y no suelen generar muchas tensiones en la familia, ya que son pasajeros y, tan pronto como llegan, se olvidan.
Pero si notamos que las peleas e insultos entre los hijos son constantes y reiterados, tendremos que tratar de solucionarlo lo antes posible, y, para ello, hemos de tratar de dar con la raíz del problema. Ésta puede ser múltiple, y suele también estar vinculada con problemas de celos o de baja autoestima; otras veces puede deberse a diferencias de carácter o a la dificultad de congeniar o empatizar entre ellos.
Muchas veces esos conflictos se deben a choques normales en los que cada uno de los hijos está intentando afirmar su identidad ante sus hermanos y marcando con ellos los límites. Un poco de competencia es a menudo algo bueno, ya que nos estimula a mejorar y a superarnos. Lo malo es cuando hay un exceso de rivalidad entre los hermanos, ya que ésta entonces se puede convertir en una fuente de conflictos.
Cuando hay una discusión entre ellos, si es leve, lo mejor es no intervenir, ya que tales situaciones les sirven como banco de pruebas para aprender a gestionar y solucionar sus propios problemas. Claro que, si la situación va a más, y degenera en insultos, habremos de intervenir para mediar entre ellos.
La rivalidad entre los hermanos es algo bastante habitual, como decíamos, y se evidencia en múltiples maneras: el hecho es que, cuando esas discusiones se hacen constantes, el clima de convivencia se deteriora bastante, y eso en algunas ocasiones, hace que los padres pierdan los nervios y la paciencia. Y es que hay niños que compiten y pelean por casi todo: por ser el primero en sentarse a la mesa, por escoger la ventanilla cuando vamos en coche, por jugar primero con el juguete que acaban de traer, porque su hermano no le deja el mando del televisor, por ver quién saca mejores notas, etc. No cabe duda de que, en tales situaciones los padres han de armarse de paciencia…
A medida que los niños van creciendo, este tipo de roces son más fáciles de reconducir y atajar, ya que su mayor nivel de madurez nos permite razonar con ellos e inducirles a la auto-reflexión sobre sus actos. Además, el nivel de autocontrol racional va creciendo a medida que el niño va madurando en su proceso educativo, de manera que, poco a poco, este tipo de problemas van siendo superados.
Un niño de dos años todavía no es capaz de mostrar empatía ni de preocuparse por los demás. Aún le resulta muy difícil ponerse en el lugar del otro. Es egocéntrico y todo lo quiere para él. Esta es la típica edad en la que se pegan o muerden en la guardería para defender la posesión de determinado juguete.
A los tres años tiene ya una mayor conciencia de sí mismo y de las personas que están a su alrededor. Es ahora cuando empieza a jugar con otros niños y sale de su egocentrismo anterior. Pero es también ahora cuando tiende a reafirmar su personalidad y a desarrollar la agresividad si siente baja su autoestima. Con cuatro años tienen un gran espíritu de competitividad, pero, al mismo tiempo, empiezan a entender las reglas de los juegos y la necesidad de turnarse y de compartir. Ya a partir de los cinco y los seis años tienen la capacidad de resolver sus conflictos y de entender los razonamientos que podamos hacerles.
– ¿Qué podemos hacer los padres ante las discusiones o peleas de los hijos? Como antes señalábamos, lo ideal sería tener que intervenir muy pocas veces, y hacerles ver que son ellos los que de resolver esos pequeños conflictos.
Pero, como por desgracia ello no siempre es posible, hemos de procurar no tomar partido por uno de los dos a menos que tengamos absolutamente claro que hay un culpable y un inocente. El problema es que el mundo no se divide entre buenos y malos, como se nos quiere hacer ver en las películas. Lo habitual es que, cuando dos discuten, ambos tengan una parte de culpa. Si nosotros cometemos el error de encasillar a nuestros hijos como buenos y malos, los conflictos se enquistarán e irán a más, no lo duden, ya que se creará rencor y resentimiento entre ellos.
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