De la indignación a la esperanza. La atrevida ingenuidad de la JMJ

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Si la indignación puede contagiarse, también lo puede hacer la confianza. Nadie duda de que la desconfianza es un rasgo característico de la actual juventud occidental, al menos en cuanto a determinadas instituciones. Pero también es cierto que a veces se exagera la naturaleza de esta desconfianza, o se retroalimenta a través de encuestas, estudios o noticias que refuerzan la idea de que toda una generación de jóvenes ha perdido la confianza en el futuro o en la sociedad.

Fuente: Fernando Rodríguez Borlado
jovenes-optimistasLa Jornada Mundial de la Juventud de Madrid ha roto con ese círculo vicioso. Las JMJ no fueron concebidas simplemente como una cura de optimismo contra el derrotismo social. Sin embargo, en el actual contexto de crisis económica, que muchos vinculan directamente con una crisis ética de raíces más profundas, la convocatoria a los jóvenes brilla con luz propia. Pero ¿pueden los jóvenes cambiar algo?

Vacunados contra el optimismo

Jóvenes han sido, en su mayor parte, los convocantes y los más activos difusores de la oleada de protestas “indignadas”. Seguramente, sin la masiva campaña en las redes sociales, el sentimiento de indignación o simplemente de hartazgo no hubiera ido más allá de conversaciones entre amigos, o de la creación de un foro donde verter las críticas al liberalismo exacerbado, los mercados, los políticos, o lo que sea. Pero el movimiento del 15-M no solo ha dado visibilidad a un sentimiento de indignación, sino que en parte ha contribuido a crearlo: la realidad ha producido la noticia, pero la noticia ha generado realidad.

La reunión de una multitud de jóvenes de todo el mundo en torno a un mensaje de esperanza refleja de manera gráfica esa “comunidad mundial de los creyentes”
Sin embargo, el mensaje del 15-M no es precisamente optimista. Más allá de su justificación, el tono es marcadamente negativo y crítico. Pero si la indignación puede contagiarse, también lo puede hacer la confianza. Esto es lo que ha pretendido, en parte, la JMJ: difundir un mensaje de esperanza y de optimismo a los jóvenes, una esperanza fundada en razones inmunes a la crisis y al desencanto político.

Como el pesimismo –un mal endémico en las sociedades más desarrolladas– no soporta fácilmente el optimismo de otros, las críticas a un supuesto “espíritu triunfalista” de la Iglesia respecto a la JMJ se han multiplicado. Para algunos grupos, cuya escasez numérica no les impide considerarse representantes del sentir de la gran mayoría de los católicos, las convocatorias de las jornadas mundiales de la juventud pecan de ingenuidad. Creer que un evento puntual y multitudinario, piensan, vaya a influir realmente en la espiritualidad de los participantes es poco menos que infantil.

Una sociedad llena de “malas personas”

En parte, hay datos que podrían avalar ese pesimismo: según la mayoría de las encuestas realizadas últimamente, la juventud es el sector social más desconfiado. Desconfían, por un lado, de las instituciones. De acuerdo con el Pulso de España 2010, un informe elaborado por la Fundación Ortega-Marañón, la juventud española solo concede un 3,3 (sobre 10) de credibilidad a la Iglesia católica, empatada con los partidos políticos y solo por encima de las multinacionales.

Pero resulta más grave la desconfianza respecto del prójimo, pues al fin y al cabo el despego respecto a las instituciones es un rasgo distintivo de cualquier juventud. En cambio, no es normal que un 34% de los jóvenes encuestados opine que nadie o casi nadie merece el calificativo de buena persona. Además, creen mayoritariamente (70%) que “de presentarse la ocasión, la mayoría de la gente se aprovecharía de los demás”.

Entre tanta desconfianza, descuella un dato revelador referente a uno de los factores que tiene en cuenta el estudio, la mayor o menor religiosidad de los encuestados: es precisamente el grupo de los que se definen como muy religiosos los que más confían en la bondad del prójimo.

Otro dato de la encuesta referido a la juventud y la Iglesia católica: frente al 31% que piensa que la Iglesia transmite fundamentalmente bondad y perdón, un 56% opina que en la imagen que ofrece priman la dureza y la condena. No parece que los esfuerzos de comunicación de la Iglesia hayan conseguido calar en la juventud, aunque el porcentaje que ve a la Iglesia como dispensadora de bondad y perdón sea superior al de jóvenes practicantes. Con todo, el tácito y viejo imperativo que obliga a la Iglesia a adaptarse a los “nuevos tiempos”, por mucho que los primeros “nuevos tiempos” se hayan quedado ya viejos, parece rejuvenecer con cada generación de jóvenes.

No todas las esperanzas son iguales

La esperanza que alienta el cristianismo no es equivalente a cualquier otro tipo de esperanza. Desde el comienzo de su pontificado, este ha sido uno de los mensajes más repetidos de Benedicto XVI: el cristianismo no es un mensaje filantrópico más, sino que trae la esperanza que puede redimir al mundo entero.

Después de Deus caritas est, la segunda encíclica del actual Papa estuvo dedicada a la esperanza como fuente de salvación. Spe salvi reflejaba una de las ideas predilectas en el pensamiento de Benedicto XVI: la fe en un Dios amoroso cambia completamente la vida, supone una nueva forma de estar en el mundo: “quien tiene esperanza vive de otra manera; se le ha dado una vida nueva”. El cristiano consecuente es entonces, por así decirlo, un ser naturalmente optimista y confiado; vive su fe en presente, porque su fe transforma su día a día, no es simplemente una promesa sobre un más allá en el tiempo.

Si la raíz de la indignación es la incertidumbre, el fundamento de la confianza es la certeza en un futuro visto como realidad positiva: “solo cuando el futuro es cierto como realidad positiva, se hace llevadero también el presente”, señala el Papa.

La fe en la “sociedad del bienestar” con su promesa de eterna mejoría del sistema ha sido solo el último episodio de una serie de desengaños. Benedicto XVI analizaba en Spe salvi otros episodios de la historia en los que el hombre ha puesto su esperanza donde no podía ser satisfecha: ni el racionalismo preconizado por la Revolución francesa y la Ilustración, ni el empirismo científico del siglo XIX, ni las promesas marxistas del paraíso en la tierra han podido colmar la sed de certeza ni de felicidad humanas. Tampoco las distintas propuestas políticas ni económicas han logrado llenar ese vacío. Una incapacidad que resulta de sus mismos límites: hablando de Marx, Benedicto XVI comentaba: “Creyó que, una vez solucionada la economía, todo quedaría solucionado. Su verdadero error es el materialismo”.

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