No es malo pasar horas delante del televisor, lo malo es lo que esta realidad tiene de pasividad social, de no saber buscar otras formas de llenar el tiempo de ocio. Es la demostración empírica de que algo no funciona.
En principio, parece que la lectura, la conversación, la tertulia familiar, la reunión de amigos o el estudio han pasado a ser, en desgraciadamente no pocas ocasiones, cosas de otro mundo. O de un mundo que no está “in”, sino “out”. Lo de ver la televisión es asunto sobre el que se puede debatir, y se debe, largamente. Desde luego, no parece un asunto excesivamente preocupante en sí el que se echen un buen montón de horas cada día a ver qué ocurre en la pequeña pantalla. Cada uno conocerá sus aspiraciones en la vida y sabrá a qué quiere dedicar su propio tiempo.
En cambio, esta cuestión adquiere cierta gravedad cuando son los niños los que pasan muchas horas ante los televisores, y hasta una tercera parte de las horas en que están despiertos, y fuera de los horarios que les están dedicados.
Estuvo bien que se llegara a un acuerdo en España entre el Gobierno y las televisiones para regular los contenidos de los horarios infantiles, pero apenas unos días después de tan renombrado pacto se dio a conocer la noticia de que los horarios infantiles son los menos infantiles de todos, que los niños españoles ven más la televisión a las diez de la noche que a las siete de la tarde. Entonces, yo me hago la pregunta: ¿Seguirán estando dispuestas las televisiones a regular los contenidos de las horas en que los niños ven la televisión? Mucho me temo que no, porque el “prime time” de los niños coincide con el de los mayores, y con el de grandes ingresos publicitarios.
Servida la cuestión, nadie ha levantado la voz desde que se supo que los niños pasan de los horarios denominados “infantiles”, lo cual es también la señal inequívoca no sólo de que algo no funciona, sino de que no interesa que funcione.
Clemente Ferrer