Hoy primero de mayo se celebra el día internacional del trabajo o del trabajador. Para rastrear su origen nos debemos remontar al año 1886, a Estados Unidos. Por aquel entonces, los trabajadores habían iniciado una lucha para lograr una jornada laboral de 8 horas. En este contexto, el sindicato con más fuerza en el momento decidió que a partir del 1 de mayo de 1886 la jornada laboral máxima sería de 8 horas y amenazó a la patronal con una gran huelga si no accedían a su petición.
En Chicago, los enfrentamientos entre los trabajadores y la policía fueron particularmente sangrientos y duraron cuatro días en los que se arrestó a ocho trabajadores, a los que se juzgo condenando a la horca a 7 de ellos que fueron denominados los mártires de Chicago. Posteriormente, en 1889, se declaró el 1 de mayo el Día del Trabajador por acuerdo del Congreso Obrero Socialista de la Segunda Internacional. Finalmente el día 1 de Mayo del año 1955, el Papa Pío XII, instituyó la fiesta de San José Obrero.
Al margen de las manifestaciones y de la intencionalidad reivindicativa, este día es una buena ocasión para reflexionar sobre el valor del trabajo bien hecho realizado tanto el que mantiene un trabajo remunerado, por la persona que trabaja en el hogar o por el que se encuentra en paro.
Cualquier trabajo honesto, sean cuales fueran las circunstancias en que se desarrolla debe ser realizado con perfección humana. Pueden ser divinos todos los caminos de la tierra, todos los estados, todas las profesiones, todas las tareas honestas cuando se hacen con competencia profesional y con rectitud en la intención.
Todas las profesiones: no sólo médicos, abogados, ingenieros y artistas, sino también albañiles, mineros, campesinos; cualquier profesión: desde directores de cine y pilotos de reactores hasta peluqueras de alta moda se convierten en un candelero que ilumina a nuestros colegas y amigos si esa labor es realizada bien, con esfuerzo y con sentido transcendente.
Todo trabajo profesional exige una formación previa, y después un esfuerzo constante para mejorar esa preparación y acomodarla a las nuevas circunstancias. Esta exigencia constituye un deber particular para los que aspiran a ocupar puestos directivos en la sociedad, ya que han de estar llamados a un servicio también muy importante, del que depende el bienestar de todos. Pero también deben intentar formarse mejor las personas que se encuentran en paro, pues sólo así mejorarán su cualificación profesional que facilitará tarde o temprano su vuelta al trabajo remunerado.
Una mujer con la preparación adecuada ha de tener la posibilidad de encontrar abierto todo el campo de la vida pública, en todos los niveles. En este sentido sería absurdo señalar unas tareas específicas que correspondan sólo a la mujer.
«El Génesis nos dice —que Dios creó al hombre para que trabajara— y nos hemos fijado en el ejemplo de Cristo, que pasó la casi totalidad de su vida terrena trabajando como un artesano en una aldea. Amamos ese trabajo humano que El abrazó como condición de vida, cultivó y santificó. Vemos en el trabajo —en la noble fatiga creadora de los hombres— no sólo uno de los más altos valores humanos, medio imprescindible para el progreso de la sociedad y el ordenamiento cada vez más justo de las relaciones entre los hombres, sino también un signo del amor de Dios a sus criaturas y del amor de los hombres entre sí y a Dios: un medio de perfección, un camino de santidad.» (1)