Dificultades actuales para una cultura del diálogo

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El relativismo supone un obstáculo imponente para el diálogo.

Ha llovido mucho desde que Aristóteles escribió la Política, pero algunas cosas que dice en esa obra siguen teniendo valor hoy.

Ahora bien, a día de hoy se hace necesario reconstruir una cultura del diálogo y la amistad política, que en buena parte se ha perdido en el marco occidental. Esta tarea implica enfrentar, tal vez entre otras, dos dificultades de relieve: el relativismo y una deficiente comprensión del valor de la tolerancia. Examinémoslas por separado.

El relativismo supone un obstáculo imponente para el diálogo. Si la discusión humana no es una búsqueda cooperativa de la verdad, no se entiende bien qué pueda ser. Si no hay verdad/es a la/s que podamos acercarnos, o de la/s que podamos alejarnos, ¿qué sentido tiene discutir?. Joseph Ratzinger acuñó la expresión «dictadura del relativismo» para mostrar esta paradoja. Si la verdad no existe, la discusión queda vacía de contenido y de sentido. O bien: si cada uno tiene «su verdad», lo lógico es que cada uno se la lleve puesta a su casa, y se acaba la discusión. ¿Qué objeto tiene confrontar los diversos puntos de vista, si en último término no existe criterio o medida común para contrastar su validez, o si no son más que narrativas mutuamente inconmensurables?

Uno de los aspectos más deletéreos de la mentalidad relativista se advierte al comprobar las connotaciones crecientemente peyorativas que va cobrando entre nosotros la palabra «discusión». A muchos les parece que es mejor evitar discutir. Particularmente agudo es este problema en la Universidad, institución que nació en Europa para ser un espacio adecuado a la discusión sabia. (Ya desde hace tiempo no es infrecuente que quienes se atreven a discrepar de los mantras del mainstream se vean «escracheados», si van a dar una charla en un espacio universitario).

En la discusión se confrontan opiniones distintas. La opinión es de quien la sostiene, mas no la verdad a la que la opinión aspira. La verdad no es ni mía ni tuya. El error del relativismo estriba en confundir la verdad con la opinión. Por supuesto que la opinión es subjetiva, de cada sujeto. Precisamente el objetivo de la discusión es someter a un test racional intersubjetivo las «razones» que cada sujeto hace comparecer en ella, o, como diría Kant, llevarlas ante el «tribunal de la razón».

Que una opinión sea verdadera, es decir que se satisfaga como opinión, en modo alguno depende de quién la expone o defiende, sino de otras razones, que son las que realmente importan cuando de lo que se trata es de discutir en serio. Una discusión que realmente valga la pena nunca se limita a ser un desfile de modelos, una mera presentación «inclusiva» de la variedad de opiniones, sino que trata de contrastar su valor de verdad. Ahí lo relevante no es quién dice algo, sino qué dice y por qué, qué razones aduce. Y esas razones se pueden exponer, discutir y ponderar unas con otras.

Ciertamente, cada uno piensa lo que piensa desde el ángulo concreto en que se encuentra situado. Cada interlocutor se forma su opinión recorriendo un itinerario propio, hecho de intuiciones, experiencias y tradiciones heredadas. Las condiciones contextuales e idiográficas en las que ha llegado a ver el mundo como lo ve, son de cada sujeto y de nadie más, y tienen, por tanto, una indudable carga subjetiva, naturalmente no exenta de elementos pre-racionales, incluso sentimentales y afectivos. Ahora bien, aunque no estén desprovistas de idiosincrasias personales y socio-históricas, las razones no son, ellas mismas, idiosincrasias, y por eso se pueden compartir con otros sujetos racionales; y cabe contrastarlas y tratar de medir su respectivo peso lógico.

Expresarme en un contexto discursivo significa exponer-me a las razones de otro cuando no coinciden con las mías. Exponer una postura intelectual también es «exponerla» a la eventualidad de que haya otra mejor fundada que la mía, que disponga de mejores razones que las mías; en definitiva, correr el riesgo de tener que rectificar, riesgo que es muy razonable que un humano esté dispuesto a correr.

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