Por parecerme de rabiosa actualidad transcribo, literalmente, el artículo de Fernando Sols, Catedrático de Física de la Materia Condensada de la Universidad Complutense de Madrid.
“Un adelanto informativo sobre el libro del físico británico Stephen Hawking, donde parece excluirse a Dios como creador, ha reavivado el debate sobre la capacidad de la ciencia para afirmar o negar la existencia de Dios. Los retazos de la argumentación de Hawking que nos han llegado parecen bastante peregrinos pero no los voy a analizar sin haber leído el libro. Prefiero hacer unas consideraciones generales.
Existe una imagen difundida según la cual la religión se basa en el misterio y retrocede a medida que la ciencia avanza. Este mito del “dios de los agujeros” parece estar presente en aquellos debates sobre ciencia y religión donde un hecho científico sorprendente, no explicado (o aparentemente muy improbable), es un punto a favor de la religión, mientras que un hecho científico explicado (o entendido como plausible) es un punto a favor de la ciencia. Esta concepción de la relación entre ciencia y religión como una lucha de suma cero (una parte sólo gana si la otra pierde) es errónea. La filosofía cristiana se basa más en certezas que en misterios y, cuando hace referencia a estos últimos, se trata de misterios de tipo teológico o filosófico, no de tipo científico.
En un debate intelectual, es un síntoma de inseguridad el recurso a la tergiversación del discurso del adversario para convertirlo en algo fácilmente rebatible. El “dios tapa-agujeros” es sin duda fácil de refutar, pero ése no es el Dios de la doctrina cristiana. Si además, como ocurre a menudo, la supuesta argumentación no se basa en conocimientos científicos contrastados sino en especulaciones motivadas por prejuicios filosóficos, entonces la fragilidad intelectual se manifiesta por partida doble.
Un ejemplo sería la pretensión de que un universo con propiedades „a priori‟ altamente improbables es necesario para la existencia de Dios. Con ello se introduce, de forma arbitraria, el “dios tapa-agujeros de las condiciones iniciales singulares”. A continuación, se especula, por un prejuicio filosófico, que, como nuestro universo no puede ser tan singular, en realidad existen muchos otros universos con propiedades de todo tipo y que el nuestro es uno sólo entre muchos posibles. Con esta doble falacia, se pretende demostrar la inexistencia de un dios que previamente ha sido inventado y, para colmo, se presenta como un resultado de la ciencia.
Lo cierto es que la existencia de Dios no requiere un universo con un comienzo singular, aunque éste pueda ser sugerente. Por otro lado, si existieran otros universos diferentes, el “multiverso” resultante no sería más que un universo más grande. Si además se adujera que, por construcción, no podemos comunicarnos con los otros “universos”, entonces éstos ya no serían objeto de la ciencia sino de la mera especulación.
Una cuestión central que conviene recordar es que lo más sorprendente de todo es que exista algo en vez de nada (y ese algo incluye las leyes de la física). Esta es en esencia la tercera vía de Santo Tomás, que sugiere la existencia de un Dios creador. Este creador es sin duda poderoso, pero ¿es inteligente?
Hagamos el siguiente experimento imaginario: supongamos que no sabemos nada de física pero que ponen a nuestra disposición un ordenador muy potente con el que podemos simular una realidad con unas leyes inventadas por nosotros que además podemos saltarnos cuando queremos. ¿Qué se nos ocurriría? Probablemente el resultado sería algo como Harry Potter, o Matrix, donde suceden cosas absurdas, sin regularidad, fruto de nuestro arbitrio.
Los antiguos no conocían las leyes de la física y pensaban que los fenómenos naturales eran caprichos de los dioses. Por lo que hoy sabemos, el Dios que ha creado el Universo es bastante más sutil que todo eso.
La ciencia nos proporciona un conocimiento sofisticado de la realidad material. Hoy sabemos sobre ésta mucho más que hace mil años. Conocemos las leyes de la física: las cuatro fuerzas, que quizás algún día sean una sola, con sus finas simetrías; la mecánica cuántica y la dinámica no lineal, con sus correlaciones no locales y su dosis de indeterminismo; la irreversibilidad del tiempo, caracterizada por el aumento de la entropía. Aunque no entendemos todos los detalles, sabemos que esas leyes permiten el desarrollo de un universo portentoso donde emerge la compleja materia biológica que incluye esa mente humana que a su vez es capaz de descubrir la ciencia, las matemáticas, la filosofía y el arte.
En ese experimento imaginario, ¿se nos habrían ocurrido a nosotros esas leyes que, con un reducido número de ecuaciones y reglas, permiten la generación de una realidad tan asombrosa como la arriba descrita? Una realidad en la que resulta también posible que determinismo e indeterminismo se combinen para dar cabida, por un lado, a la regularidad de muchos fenómenos (regularidad que eventualmente permite a un ser inteligente desvelar las claves de la naturaleza) y, por otro, a la acción de la libertad y la providencia, y del elusivo azar.
Louis Pasteur, padre de la medicina moderna, decía: “Un poco de ciencia aleja de Dios, pero mucha ciencia devuelve a Él”. Hoy más que nunca podemos hacer nuestra esa afirmación y recordar el texto de San Pablo: “Porque lo invisible de Dios, desde la creación del mundo, se deja ver a la inteligencia a través de sus obras: su poder eterno y su divinidad” (Rm 1, 20).
Los cristianos no deben temer la investigación científica cuando ésta se realiza e interpreta correctamente. Nos lo recuerda la constitución pastoral Gaudium et Spes (Vaticano II): “La investigación metódica en todos los campos del saber y conforme a las normas morales, nunca será realmente contraria a la fe, porque las realidades profanas y las de la fe tienen origen en un mismo Dios.”