Allá por los ochenta descubrí una pintada callejera que decía: «Jesucristo resucitó ¡y mi padre aceitunero!». La frase me hizo gracia, aunque con un regusto triste.
Como adoro el peligro, busqué respuestas en un amigo. De Jaén. «Es cura y andaluz —me dije—, así que algo sabrá de Dios y los olivos». Pese a la evidente burla, la pintada le arrancó una sonrisa: «el “autor intelectual” ha entendido el cristianismo, porque si Cristo no ha resucitado —dijo con cara de san Pablo, pero sin espada— vana es nuestra fe».
La explicación me pareció bien, pero insuficiente, así que busqué otras fuentes del conocimiento. En aquella maravillosa época todos los libros se consultaban en la biblioteca municipal —que era (y aún es) lo más parecido al veritatis splendor—. Por tanto, si querías «aprehender» había que ponerse las gafas y bucear en los ficheros de autores, nada de vulgaridades tipo Google.
En un sólido archivo de madera encontré varios títulos para espantar mi ignorancia. Uno aseguraba que Osiris, deidad ligada al Nilo y sus crecidas, «resucitaba» cada año, y que en Persia creían que el dios solar Mitra nacía y moría a diario. También supe que el Antiguo Testamento recogía varias resurrecciones de niños, o que el Nuevo hablaba de «re-animar» (literalmente, dar de nuevo el alma). Jesús había resucitado a su amigo Lázaro, al hijo de Jairo y también al de la viuda de Naín (resultó que Naín era una aldea y no un judío del siglo I, como yo pensaba).
«Sin resurrección, todo habría fracasado. Sin sepulcro vacío, todo sería irrelevante», me había asegurado aquel párroco andaluz. Llegados a ese momento, ni la pintada ni la resurrección escondían secretos para mí.
La fe se tiene o no se tiene. Ahí —salvo pedirla— poco más podemos hacer. Sin embargo, hay un campo enorme para el que hambrea conocer la Verdad. Es decir, el que se lanza a buscar a Cristo, encontrar a Cristo y, ya puestos, amar a Cristo.
Dijera lo que dijera aquel ingenioso provocador que, brocha en mano, afirmaba que su Padre era aceitunero.