Las drogas se laboratorios clandestinos, pero se experimentan en la calle. Y nuestros hijos hacen de cobayas. En este ámbito fuera de lo legal, la experimentación con humanos es una realidad: una dura, trágica y vergonzosa realidad. Dura, porque sus efectos son d1evastadores; trágica, porque el consumidor busca justamente eso: experimentar, y vergonzosa, porque preferimos mirar a otro lado.
En el prospecto de las nuevas drogas (alquimia postmoderna) sólo está escrito: “por sus efectos las conoceréis, es cuestión de experimentarlas”. Así ocurre con la Mefedrona o “miau miau”, a medio camino entre la cocaína y el éxtasis que provoca la coloración azulada de los órganos; el 251-NBOM, diez veces más potente que el LSD, que altera la cognición y la percepción de la muerte; el Shabú, que mantiene a quien lo consume hasta tres días eufórico y luego tres dormido; la Metoxetamina, capaz de producir experiencias cercanas a la muerte y una sensación de separación corporal; el 5-IT o 5-2-aminopropilindol, un derivado de la anfetamina muy peligroso, etc.
Pero en la calle se siguen experimentando otras sustancias, como la llamada “droga caníbal”, la metiendioxipirovalerona (MDPV), de la que hemos tenido noticias recientes por el caso de un joven que, bajo sus efectos, emprendió a mordiscos con los bañistas en la playa mallorquina de Magaluf y fueron necesarios diez agentes para reducirlo. Otros ataques semejantes se produjeron en Ibiza. A pesar de estos últimos acontecimientos, la “droga caníbal” ya se dio a conocer hace dos años, cuando el norteamericano Ruby Eugene se comió el 75% de la cara de un mendigo en Miami. Tal fue la locura de Ruby que la policía tuvo que abatirlo para separarlo de su víctima. Meses después la autopsia descartó que hubiera consumido esta droga; no obstante, el nombre quedó.
Sin quitar mérito al apelativo que se reserva para la MDPV, se puede decir que toda droga es caníbal por cuanto devora al propio usuario y relega a sus consumidores al ámbito de lo infrahumano. Bajo sus efectos, el hombre no es hombre para el hombre, sino un cíclope, como el que encontró Ulises en sus viajes. El héroe homérico confiaba en que los habitantes de aquel lugar al que le llevó el mar respetarían las leyes humanas básicas, en concreto, la de la hospitalidad, pero pronto comprobó que Polifemo se encontraba en un estadio inferior a lo humano y vio cómo se comía a dos de sus hombres. Sólo la astucia del griego y una sobredosis de vino fueron capaces de cegar al gigante de un solo ojo y los navegantes pudieron salvar sus vidas.
Más adelante, Ulises llegó a la isla de Ea, junto a la costa de Italia. Habiendo observado humo en el interior de la isla, envió a un grupo de sus hombres para inspeccionar el terreno. Ellos encontraron un palacio habitado por la hechicera Circe quien les dio una amistosa acogida. La maga les invitó a comer y puso en sus platos un brebaje que los convirtió en cerdos y acabaron encerrados en las porquerizas.
Esta historia esconde un mensaje secreto: la droga destruye a las personas, las convierte en caníbales de sí mismas, en antropófagas en sentido literal, pues hace que los consumidores consuman su parte humana y bajen un escalafón en la racionalidad. Como el brebaje de Circe transmutó en cerdos a los compañeros de Ulises, del mismo modo la droga hunde en lo infrahumano a quienes la consumen. Por eso, toda droga es caníbal.
Pilar Guembe y Carlos Goeñi