En cualquier planteamiento sobre una ecología integral, que no excluya al ser humano, es indispensable incorporar el valor del trabajo. En realidad, la intervención humana que procura el prudente desarrollo de lo creado es la forma más adecuada de cuidarlo, porque implica situarse como instrumento para ayudar a brotar las potencialidades que la naturaleza misma posee.
Si intentamos pensar cuáles son las relaciones adecuadas del ser humano con el mundo que lo rodea, debemos plantearnos en primer lugar una correcta concepción del trabajo porque, si hablamos sobre la relación del ser humano con las cosas, nos tenemos que preguntar sobre el sentido y la finalidad de la acción humana sobre la realidad. No hablamos sólo del trabajo manual o del trabajo con la tierra, sino de cualquier actividad que implique alguna transformación de lo existente, desde la elaboración de un informe social hasta el diseño de un desarrollo tecnológico.
Ya en la Edad Media los monasterios y sus moradores nos enseñaron la forma adecuada de impregnar el trabajo manual de sentido espiritual. Esta visión dignificadora del trabajo fue revolucionaria pues se daba a la labor manual o intelectual un gran valor en si misma que daba sentido trascendente a todas las actividades cotidianas. Se aprendió a buscar la maduración y la santificación en la compenetración entre el recogimiento y el trabajo. Esa manera de vivir el trabajo nos vuelve más cuidadosos y respetuosos del ambiente, impregna de sana sobriedad nuestra relación con el mundo.
Con el tiempo se ha desfigurado este sentido pues hoy muchos consideran al hombre como autor exclusivo, centro y fin de toda la vida económica y social. No obstante, cuando en el ser humano se daña la capacidad de contemplar y de respetar, se crean las condiciones para que el sentido del trabajo se desfigure. El ser humano es capaz de ser por sí mismo agente responsable de su mejora material, de su progreso moral y de su desarrollo espiritual, por ello el trabajo debería ser el ámbito de este múltiple desarrollo personal, donde se ponen en juego muchas dimensiones de la vida: la creatividad, la proyección del futuro, el desarrollo de capacidades, el ejercicio de los valores, la comunicación con los demás, una actitud de adoración. Por eso, en la actual realidad social mundial, más allá de los intereses limitados de las empresas y de una cuestionable racionalidad económica, es necesario que se siga buscando como prioridad el objetivo del acceso al trabajo por parte de todos.
No debe buscarse que el progreso tecnológico reemplace cada vez más el trabajo humano, con lo cual la humanidad se dañaría a sí misma. El trabajo es una necesidad, parte del sentido de la vida en esta tierra, camino de maduración, de desarrollo humano y de realización personal. En este sentido, ayudar a los pobres con dinero debe ser siempre una solución provisoria para resolver urgencias. El gran objetivo debería ser siempre permitirles una vida digna a través del trabajo. Pero la orientación de la economía ha propiciado un tipo de avance tecnológico para reducir costos de producción en razón de la disminución de los puestos de trabajo, que se reemplazan por máquinas y de ese modo la acción del ser humano puede volverse en contra de él mismo. La disminución de los puestos de trabajo «tiene también un impacto negativo en el plano económico por el progresivo desgaste del capital social, es decir, del conjunto de relaciones de confianza, fiabilidad, y respeto de las normas, que son indispensables en toda convivencia civil. En definitiva, los costes humanos son siempre también costes económicos y las disfunciones económicas comportan igualmente costes humanos. Dejar de invertir en las personas para obtener un mayor rédito inmediato es muy mal negocio para la sociedad.
Para que siga siendo posible dar empleo, es imperioso promover una economía que favorezca la diversidad productiva y la creatividad empresarial. Por ejemplo, hay una gran variedad de sistemas alimentarios campesinos y de pequeña escala que sigue alimentando a la mayor parte de la población mundial, utilizando una baja proporción del territorio y del agua, y produciendo menos residuos, sea en pequeñas parcelas agrícolas, huertas, caza y recolección silvestre o pesca artesanal. Las economías de escala, especialmente en el sector agrícola, terminan forzando a los pequeños agricultores a vender sus tierras o a abandonar sus cultivos tradicionales. Los intentos de algunos de ellos por avanzar en otras formas de producción más diversificadas terminan siendo inútiles por la dificultad de conectarse con los mercados regionales y globales o porque la infraestructura de venta y de transporte está al servicio de las grandes empresas. Las autoridades tienen el derecho y la responsabilidad de tomar medidas de claro y firme apoyo a los pequeños productores y a la variedad productiva.
Para que haya una libertad económica de la que todos efectivamente se beneficien, a veces puede ser necesario poner límites a quienes tienen mayores recursos y poder financiero. Una libertad económica sólo declamada, pero donde las condiciones reales impiden que muchos puedan acceder realmente a ella, y donde se deteriora el acceso al trabajo, se convierte en un discurso contradictorio que deshonra a la política. La actividad empresarial, que es una noble vocación orientada a producir riqueza y a mejorar el mundo para todos, puede ser una manera muy fecunda de promover la región donde instalan sus empresas, sobre todo si entiende que la creación de puestos de trabajo es parte ineludible de su servicio al bien común.