El ser humano, profundamente necesitado de los demás, experimenta un sentimiento natural de afinidad que facilita las relaciones enriquecedoras con sus semejantes. Un sentimiento que puede dar lugar a cuatro relaciones fundamentales, y que son otras tantas formas de amar: el afecto, la amistad, el amor y la caridad. Los afectos son numerosos y diferentes, pues somos afectados por los demás en muy diverso grado: desde la simpatía a la pasión amorosa, desde la ligera antipatía al odio.
En sentido propio, el afecto es el sentimiento positivo que se reduce a la mera satisfacción de estar juntos. Para sentirlo no es necesario dar o recibir algo valioso, sino simplemente mirar y ser mirado con aprobación. Por eso pueden ser tratados con afecto el minusválido y el deficiente mental, y también el feo, el estúpido y el de carácter difícil.
En la más célebre de sus novelas, Hemingway nos habla de un viejo pescador que salía cada mañana en su bote y llevaba tres meses sin coger un pez. Un muchacho le había acompañado los primeros cuarenta días, hasta que sus padres le habían ordenado salir en otro bote que capturó tres buenos peces la primera semana. Pero el viejo había enseñado al muchacho a pescar desde niño, y el muchacho no lo olvidaba. Le entristecía ver al viejo regresar todas las tardes con las manos vacías, y siempre bajaba a ayudarle a descargar los aparejos. Un día marcharon juntos camino arriba hasta la cabaña del viejo. –¿Qué tiene para comer? –preguntó el muchacho al llegar a la cabaña. –Una cazuela de arroz amarillo con pescado. ¿Quieres un poco? –No. Comeré en casa. El muchacho sabía que no había ninguna cazuela de arroz amarillo con pescado, así que se despidió del viejo y regresó al poco tiempo con plátanos fritos, arroz y frijoles negros.
En su ensayo Los cuatro amores, C. S. Lewis explica que el afecto ignora barreras de edad, sexo, inteligencia y nivel social. Por eso puede darse entre un jefe de Estado y su chófer, entre un premio Nobel y su antigua niñera, entre Don Quijote y Sancho Panza, aunque sus cabezas vivan en mundos diferentes. Y ello porque la sustancia del afecto es sencilla: una mirada, un tono de voz, un chiste, unos recuerdos, una sonrisa, un paseo, una afición compartida. La mirada afectuosa nos enseña en primer lugar que las personas están ahí, y después que podemos pasar por alto lo que nos moleste de ellas, que es bueno sonreírles, y que podemos llegar a tratarlas con cordialidad y aprecio.
Lewis asegura que, en nueve de cada diez casos, el afecto es la causa de toda felicidad sólida y duradera. Pero matiza su afirmación aclarando que esa felicidad solo se logra si hay un interés recíproco por dar y recibir. Además de sentimiento, el afecto requiere cierta dosis de sentido común, imaginación, paciencia y abnegación.