En cualquier relación de amor verdadero la paciencia se muestra cuando la persona no se deja llevar por los impulsos y evita agredir. Tener paciencia no es dejar que nos maltraten continuamente, o tolerar agresiones físicas, o permitir que nos traten como objetos. El problema es cuando exigimos que las personas sean perfectas, o cuando nos colocamos en el centro y esperamos que sólo se cumpla nuestra propia voluntad. Entonces todo nos impacienta, todo nos lleva a reaccionar con agresividad.
Si no cultivamos la paciencia, siempre tendremos excusas para responder con ira, y finalmente nos convertiremos en personas que no saben convivir, antisociales, incapaces de postergar los impulsos, y la familia se volverá un campo de batalla.
Esta paciencia se afianza cuando reconozco que la otra persona también tiene derecho a vivir en esta tierra junto a mí, así tal como es. No importa si altera mis planes, si me molesta con su modo de ser o con sus ideas, si no es todo lo que yo esperaba. El amor tiene siempre un sentido más profundo que lleva a aceptar y a querer al otro con sus imperfecciones y defectos y también cuando actúa de un modo diferente a lo que yo desearía.
Pero la paciencia no es una postura totalmente pasiva, sino que está acompañada por una actividad, por una reacción dinámica y creativa ante los demás. Indica que el amor beneficia y promueve a los demás y se traduce en un talante de continuo servicio.
El amor no es sólo un sentimiento, sino que se debe entender en el sentido que tiene el verbo amar en hebreo: es hacer el bien. Como decía san Ignacio de Loyola, «el amor se debe poner más en las obras que en las palabras». Así puede mostrar toda su fecundidad, y nos permite experimentar la felicidad de dar, la nobleza y la grandeza de donarse sobreabundantemente, sin medir, sin reclamar pagos, por el solo gusto de dar y de servir. (1)
(1) Fuente: Amoris laeticia