“De todos los misterios de la ciencia, quizá el origen de la vida sea el más importante y el más difícil, sin solución a la vista”. Son palabras del bioquímico Franklin Harold, en su libro The way of the cell. ¿Por qué esa dificultad? Porque “se pretende descubrir algo que sucedió en un pasado extaordinariamente remoto, en circunstancias difícilmente imaginables. Por eso, conviene repetir que sabemos muy poco con certeza”.
Por lo que vemos, la aventura de la vida proviene de una tendencia universal de la materia a organizarse espontáneamente en sistemas cada vez más heterogéneos. Pero, ¿por qué la naturaleza produce orden? La mayoría de los científicos responde que el Universo parece haber sido regulado minuciosamente con el fin de permitir la aparición de una materia ordenada, de la vida después y, por fin, de la conciencia. Como subraya el astrofísico Hubert Reeves, si las leyes físicas no hubieran sido exactamente como son, no estaríamos aquí para contarlo. Más aún: si en un principio alguna de las grandes constantes universales como la gravitación, la velocidad de la luz o la constante de Planck hubiera sufrido una mínima alteración, el Universo no habría tenido ninguna posibilidad de albergar seres vivos e inteligentes; incluso es posible que él mismo no hubiera aparecido jamás.
En cualquier caso, suponemos que la vida surgió una sola vez, pues desde su origen está constituida por los mismos “ladrillos”: aminoácidos y nucleótidos, dos tipos de compuestos unidos respectivamente en larguísimas cadenas de proteínas y ácidos nucleicos. Los ácidos nucleicos almacenan información genética y la transmiten a las proteínas, que se encargan de las reacciones bioquímicas propias del ser vivo. La existencia de ambos compuestos nos plantea un problema que parece insoluble, pues no puede haber proteínas si no hay previamente ácidos nucleicos, ni ácidos nucleicos sin la existencia previa de proteínas.
A mediados del siglo XX tuvo aceptación la teoría científica propuesta de forma independiente por el escocés Haldane y el ruso Oparin. Ambos suponían que el primitivo mar sería como un laboratorio en el que se formaron las primeras moléculas orgánicas, una inmensa sopa caliente de sustancias en disolución. Entonces se pronosticó el descubrimiento de sedimentos con enormes cantidades de compuestos orgánicos nitrogenados, ácidos, purinas, pirimidinas… Pero en ningún lugar de la Tierra han aparecido esos restos.
En 1952, Stanley Miller imaginó el origen de la vida y lo intentó reproducir en un experimento. En dos matraces conectados metió agua y una mezcla de gases que suponía formaban parte de la primitiva atmósfera terrestre: metano, amoniaco y sulfuro de hidrógeno. Calentó los matraces y simuló con descargas eléctricas las tormentas de la Tierra recién nacida. A los pocos días, el agua se había convertido en un caldo de aminoácidos, mucho más pequeños que los que constituyen los seres vivos. “Si Dios no lo hizo de este modo, desperdició una buena opción”, comentó Harold Urey, premio Nobel y supervisor del experimento.
La prensa de la época hizo creer que solo hacía falta agitar los matraces para que de ellos saliese, arrastrándose, la vida. El tiempo ha demostrado que el asunto no era tan simple. Hoy no estamos más cerca de sintetizar vida, y estamos mucho más lejos de pensar que podemos hacerlo. Klaus Dose lo resume así: Décadas de experimentación sobre el origen de la vida “han conducido a una mejor percepción de la inmensidad del problema más que a su solución. En el momento presente, toda discusión sobre las principales teorías y experimentos terminan en punto muerto o en una confesión de ignorancia”.
Además, estudios recientes han demostrado que la atmósfera primitiva no era reductora, como pensaban Miller y Urey. Era, por el contrario, oxidante, rica en CO2, carbono, nitrógeno y agua. Esa composición más bien habría impedido el desarrollo del idílico océano prebiótico. Con ella, la repetición del experimento de Urey y Miller ha sido decepcionante.
De todas formas, el enigma del origen de la vida no está en los aminoácidos, sino en las proteínas, formadas por la unión de aminoácidos, igual que las palabras están formadas por la unión de letras.
José Ramón Ayllón