¿Qué tipo de ser tenemos delante desde el momento de la fecundación? Una de las ciencias competentes para dar una respuesta es la biología. Esta reconoce actualmente que al término de la fertilización, es decir, del momento en que el espermatozoide atraviesa la corteza del óvulo y fusiona su membrana celular con la membrana celular del óvulo, tiene lugar un complejo diálogo bioquímico entre ambos, que se manifiesta porque el conjunto apenas formado activa unos mecanismos de metabolismo, es decir, de vitalidad celular, absolutamente originales.
Los más espectaculares son el sellado de la membrana de superficie, para impedir la entrada de ningún otro espermatozoide, y el completamiento de la división cromosómica del óvulo, que hará posible que la célula resultante posea el número normal de cromosomas de la especie humana. Esto nunca lo hace el óvulo espontáneamente, ni ninguna otra célula del organismo. Al conjunto se le puede llamar en verdad nueva célula, y recibir el nombre de zigoto, pues es genéticamente distinta de las del padre y de la madre, que comienza a operar como un nuevo sistema y a hacerlo de forma unitaria, y con actividad propia desde el punto de vista de transcripción del DNA, como están poniendo de manifiesto cada vez más estudios.
En las horas y días siguientes a la constitución del zigoto, hay una continua multiplicación celular encaminada a lograr formas biológicamente más complejas. El genoma dirige la coordinación y un número grandísimo de genes reguladores dirigen el tiempo exacto y el lugar preciso de los cambios morfológicos que deben sucederse. Además todos los cambios que se van dando en el nuevo ser proceden sin interrupciones, por ello el invento del término preembrión es falso y acientífico.
Los componentes del llamado Comité Warnock, los mismos que acuñaron este término para permitir la destrucción de embriones, mitigando así el rechazo moral, y logrando ampliar a dos semanas el tiempo de libre disposición de embriones para experimentación, reconocieron en aquel mismo documento que «una vez que el proceso ha comenzado en la fecundación, no hay ningún momento que sea más importante que otro a lo largo del posterior desarrollo» Esta propiedad de la continuidad implica y manifiesta la singularidad y unicidad del nuevo sujeto humano. A partir de la fusión de los gametos, encontramos siempre el mismo individuo humano, con su propia identidad, que se está construyendo autónomamente atravesando estadios sucesivamente más complejos cada vez.
Por otro lado todos los cambios que vemos en el desarrollo embrionario y fetal apuntan a lograr una forma final. Tal característica implica y exige la existencia de un principio regulador intrínseco al embrión mismo, para mantener el desarrollo constantemente orientado hacia esa forma final. Pero además el genoma del zigoto revela la pertenencia de ese individuo a la especie homo sapiens. Y los marcadores genéticos que posee permiten afirmar que es un individuo genéticamente distinto y original, distinto de la madre y del padre de los cuales procede.
Por todo ello podemos deducir claramente que el embrión es una persona individual. Ciertamente, ningún dato experimental es por sí suficiente para reconocer un alma espiritual; sin embargo, los conocimientos científicos sobre el embrión humano ofrecen una indicación preciosa para discernir racionalmente una presencia personal desde el primer surgir de la vida humana: ¿cómo un individuo humano podría no ser persona humana? Jamás llegará a ser humano si no lo ha sido desde entonces. El ser humano es persona en virtud de poseer una naturaleza humana, es decir, en razón de ser un individuo vivo de la especie humana. Es persona en virtud de su naturaleza racional. Si tuviéramos que aceptar que sólo es persona cuando se tiene la capacidad plena de relacionarse, tendríamos que excluir como personas a los bebés, a los que duermen, a ciertos enfermos, a los pacientes en coma, etc.
Por todo esto, el fruto de la generación humana, desde el primer momento de su existencia, es decir, desde la constitución del zigoto, exige el respeto incondicionado que es moralmente debido al ser humano en su totalidad corporal y espiritual. El ser humano debe ser respetado y tratado como persona desde el instante de su concepción y, por eso, a partir de ese mismo momento se le deben reconocer los derechos de la persona, principalmente el derecho inviolable de todo ser humano inocente a la vida.