Si los valores sólo se “justifican” por referencia a las emociones, como ocurre con los nacionalismos supremacistas, no hay manera de llegar a un acuerdo racional sobre la superioridad de unos valores sobre otros. Habrá sólo conflicto de intereses, que se resolverán según la regla de la mayoría. No tendría sentido intentar demostrar nada a nadie. Semejante pretensión sería tan absurda como intentar demostrar, pongamos por caso, que el gazpacho es mejor que la paella. Si es cuestión de gustos, cada cual tendrá los suyos, y ninguno de ellos será mejor que el resto. Todos serán igualmente legítimos. Quien intente imponer el suyo será un avasallador, dogmático e intolerante, aunque sea la legítima autoridad de un estado soberano.
Como consecuencia del relativismo ético se llega a situaciones verdaderamente ridículas, donde según las preferencias de un grupo, se alterará llamativamente la jerarquía de valores. Por ejemplo, llaman la atención las campañas sistemáticas antitabaco, en contraste con la libertad con que se administra la píldora abortiva, incluso a menores. Se obliga a poner en los paquetes de tabaco “el tabaco mata”, lo cual es cierto, pero mucho más verdad es que la píldora abortiva también puede matar, pero no lo advierten, y mata a un inocente que no tiene culpa de nada, y que ni siquiera fuma… «Sorprende la selección arbitraria de lo que hoy se propone como digno de respeto. Muchos, dispuestos a escandalizarse por cosas secundarias, parecen tolerar injusticias inauditas» (Benedicto XVI). Dicho de forma un poco más coloquial: con el relativismo ético, colamos un mosquito y nos tragamos un camello.
Relacionado con lo anterior, otra consecuencia es el sentimentalismo que algunos llaman buenismo, y que se difunde cada vez más, incluso desde la infancia, a través de los dibujos animados. Se va extendiendo la idea de que aquí todo el mundo es bueno, haga lo que haga: el adúltero, el mentiroso, el impío… La sensibilidad “moral”, en cambio, se dispara ante actuaciones de lo más inofensivas. Cada género de vida se presenta como una opción igualmente legítima que su contraria. Se aplaude la diferencia como valor por excelencia, con independencia de lo que defienda cada cual. “Yo soy pro life”, “Pues, yo soy pro choice”, “¡Qué guay, qué bonito es que seamos diferentes!”. Y así con todos los temas morales.
Lo más grave de todo esto es que el relativismo produce un desorden en los amores. Y, al contrario de lo que sucede en los números, el orden en los amores sí que altera el producto. Hay gente que ama más a su cuerpo, que a su hijo; a su perro o a su gato, que a sus padres; a sus compañero de trabajo más que a su marido; o a su coche más que a su esposa… Desde el relativismo no hay manera de impedir esta alteración de los valores, antes bien, con él se justifica.
El sentimentalismo al que conduce el relativismo puede a veces desembocar en actitudes crueles. Aunque parezca mentira, no hay persona más cruel que el sentimental, que da más importancia a lo que siente que a lo que realmente hace. Por eso, el sentimental suele ser también voluble, inconstante y egoísta. Dicen de Rousseau, el “apóstol del sentimiento”, que derramaba lágrimas al contemplar su propia bondad, después de abandonar a sus cinco hijos, uno tras otro, en la puerta del hospicio.