Todo ser homano es un ser social, abierto a los demás. Para cualquier persona, los otros son una parte importante de su vida. Su realización plena como persona está indefectiblemente ligada a otros, pues todos sabemos que la felicidad depende en mucho de la calidad de nuestra relación con quienes componen nuestro ámbito familiar, profesional, social, etc.
Sin embargo, no puede olvidarse que la persona no sólo se relaciona con los demás, sino también consigo mismo: mantiene una frecuente conversación en su propia interioridad, un diálogo que se produce de forma espontánea con ocasión de las diversas vivencias o reflexiones personales que todo hombre se hace de continuo.
Y ese diálogo interior puede ser estéril o fecundo, destructivo o constructivo, obsesivo o sereno. Dependerá de cómo se plantee, de la clase de persona que se sea. Si uno tiene un mundo interior sano y bien cultivado, ese diálogo será alumbrador, porque proporcionará luz para interpretar la realidad y será ocasión de consideraciones muy valiosas. Si una persona, por el contrario, posee un mundo interior oscuro y empobrecido, el diálogo que establecerá consigo mismo se convertirá, con frecuencia, en una obsesiva repetición de problemas, referidos a pequeñas incidencias perturbadoras de la vida cotidiana: en esos casos, como ha escrito Miguel Angel Martí, el mundo interior deja de ser un laboratorio donde se integran los datos que le llegan y se convierte en un disco rayado que repite obsesivamente lo que con más intensidad ha arañado últimamente nuestra afectividad.
La relación consigo mismo mejora al ritmo del grado de madurez alcanzado por cada persona. Las valoraciones que hace una persona madura —tanto sobre su propia realidad como sobre la ajena— suelen ser valoraciones realistas, porque ha aprendido a no caer fácilmente en esas idealizaciones ingenuas que luego, al no cumplirse, producen desencanto. El hombre maduro y la mujer madura, saben no dramatizar ante los obstáculos que encuentra al llevar a cabo cualquiera de los proyectos que se proponen. Su diálogo interior suele ser sereno y objetivo, de modo que ni ellos mismos ni los demás suelen depararles sorpresas capaces de desconcertarles. Mantienen una relación consigo mismos que es a un tiempo cordial y exigente. Raramente se crean conflictos interiores, porque saben zanjar sus preocupaciones buscando la solución adecuada. Tienen autoconfianza, y si alguna vez se equivocan no se hunden ni pierden su equilibrio interior.
En las personas inmaduras, en cambio, ese diálogo interior de que hablamos suele convertirse en una fuente de problemas: al no valorar las cosas en su justa medida —a él mismo, a los demás, a toda la realidad que le rodea—, con frecuencia sus pensamientos le crean falsas expectativas que, al no cumplirse, provocan conflictos interiores y dificultades de relación con los demás.
Una persona madura y equilibrada tiende a mirar siempre con afecto la propia vida y la de los otros. Contempla toda la realidad que le rodea con deseo de enriquecimiento interior, porque quien ve con cariño descubre siempre algo bueno en el objeto de su visión. El hombre o la mujer que dilatan y enriquecen su interior de esa manera, dilatan y enriquecen su amor y su conocimiento, se hacen más optimistas, más alegres, más humanos, más cercanos a la realidad, tanto a la de los seres humanos como a la de las cosas.