El dinero de la literatura es el más dulce

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El suntuoso periodista preguntó al suntuario escritor durante una de aquellas suspensivas entrevistas: “Maestro…, ¿y…, el dinero?”. El famoso hizo un levísimo molinete con la mano que, desmayada, sostenía su bastón sasánida: “El dinero…, ¡qué asco!”. Cobraba en su tiempo… un millón de pesetas por sesión televisiva. Quizá la memoria me falla y, desde luego, no he tenido fuerzas de repasar en YouTube las largas conversaciones que se gastaban. Pero sé que los que dicen “el dinero…, qué asco” acostumbran a ser los empachados. Para las personas normales y corrientes el dinero contante y sonante es de extrema y evidente utilidad. Puestos a frases redondas, estoy con Natalia Ginzburg, que suspiraba, agradecida: “¡Qué dulce es el dinero que se gana con la literatura!”

Como suele ser poco, esa dulzura viene de rechupete. Con suerte, da para los postres, sin empalagar. Algunos lo toman al pie de la letra y, por ejemplo, el joven Alberti se gastó el montante de su Premio Nacional por Marinero en tierra en helados; pero el valor de la observación de Ginzburg estriba en la metáfora. Hemos de preguntarnos muy seriamente de dónde le viene el dulzor al trabajo literario, para exportarlo a los otros medios necesarios, más amargos, de ganarnos la vida.

La felicidad que producen los pequeños rendimientos literarios se debe a dos motivos, creo. Primero, a algo que cada vez se oye menos: a la vocación. Quien trabaja en lo que le entusiasma o, mejor dicho, en lo suyo, como hacen en principio los escritores, ya se siente pagado en muy buena medida. Ha de cobrar, claro, porque, si no, tendría que trabajar en otra cosa. Pero está en las condiciones óptimas de seguir el inmejorable consejo de Millôr Fernandes: “Después de bien ajustado el precio, se debe trabajar siempre por amor al arte”. El salario produce entonces, secretamente, los placeres de un regalo.

Es solo uno más de los premios de seguir la vocación. Abrigo el prejuicio, lo confieso, de que nos hablan tanto de motivación buscando un sustitutivo psicologizante de la pura vocación, concepto más exacto y más hondo, pero mucho más peligroso: Dios sabe adónde nos puede llevar. Por eso he recibido con alborozo una información de mis amigos con hijos adolescentes. Entre los jóvenes se ha impuesto, por lo visto, un ligero insulto o broma que consiste en llamar al muchacho un poco emocionado sin ton ni son “un motivao”. He sonreído maliciosamente.

Aunque la motivación sirve, eso sí, de mal menor. No siempre podemos cumplir en nuestro trabajo nuestra vocación profesional, y hay que estar contentos, no obstante, de trabajar. Para esos casos, se acepta la motivación como ánimo de compañía. Ahora bien, eso hace que la primera de las razones por las que el dinero ganado con la literatura es dulcísimo nos sirva a medias, en la medida (a medias a menudo) en que podamos trabajar en nuestra pasión. Además, vocaciones profesionales hay muchas, y esa dulzura la detecta Natalia Ginzburg especialmente en la escritura. ¿Por qué? Por crear.

El ser humano tiene una dignidad altísima, que a pie de obra se nos olvida demasiado: estamos hechos, como dice un magnífico poema de Chesterton, a imagen del Creador, y crear nos llama y nos llena. Cuando por motivos alimenticios tenía que escribir un cuento urgente para el que no se sentía inspirado, el fiero Léon Bloy se dolía: “Mi cabeza es un saco vacío del que tengo que sacar nuestro sustento”. Pero él iba y lo sacaba.

El trabajo creativo es un truco de magia. Un truco sin truco, encima, solo con magia. Todo eso redunda en que resulte particularmente excitante. Cada uno ha de encontrar su vocación profesional, por supuesto, y trabajar lo más cerca posible de ella; pero a lo que no podemos renunciar jamás es a hacer creativo, multiplicador, abracadabrante el oficio que tengamos. No estamos hechos para menos, y se puede. Cuando del saco vacío de nuestras rutinas y limitaciones se extrae, tatatachán, un trabajo bien hecho, entonces nuestro salario, aunque sea escaso, nos sabe, umm, a gloria.

Enrique García-Máiquez, poeta y ensayista

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