No era difícil entender la pasión europea de Juan Pablo II, elegido pontífice desde un país no solo lejano, sino situado tras el telón de acero. Resuena aún en muchos corazones la fuerza de su grito en el acto que presidió en la catedral de Santiago de Compostela, horas antes de culminar su viaje apostólico por España en 1982. No cesaría en sus esfuerzos, más aún después de la caída del muro de Berlín. Así, convocó un sínodo extraordinario de obispos en 1991, y otro más, celebrado inmediatamente antes del jubileo del 2000. De ahí surgiría su importante exhortación sobre la Iglesia en Europa, llena de sugerencias y enfoques atrayentes. Más tendría que trabajarse por estos pagos.
FUENTE: Salvador Bernal
En el caso de Benedicto XVI, quizá la novedad fue el relativo contraste que configuró –también tras importantes experiencias personales entre África y Europa: un continente pobre el primero, pero lleno de alegría y de esperanza, de modo particular entre los cristianos. Esa juventud contrastaba lo recordaría en Alemania, su país de origen, con el cansancio religioso que advertía en Europa.
Los dos pontífices ponían en primer plano la “nueva evangelización” del continente. De hecho, Benedicto creó un consejo dedicado principalmente a impulsarla. Y animó muchas iniciativas, como la del “patio de los gentiles”, para fomentar el diálogo cultural y religioso. Estaba persuadido de que la vieja Europa disponía de luces capaces de superar las graves incertidumbres que proyectaban sombras sobre la fe, desde los campos cultural, antropológico, ético y espiritual.
Desde luego, quedaba lejos toda nostalgia del antiguo Estado confesional, aun deplorando el laicismo o la separación hostil entre instituciones civiles y confesiones religiosas. Pero eso no significaba desconocer –con la Exhortación de 2003 que “en el proceso de integración del Continente, es de importancia capital tener en cuenta que la unión no tendrá solidez si queda reducida sólo a la dimensión geográfica y económica, pues ha de consistir ante todo en una concordia sobre los valores, que se exprese en el derecho y en la vida”.
Justamente –me parece ha querido destacar ahora el papa Francisco en Estrasburgo. Vale la pena releer sus discursos en la Eurocámara –el más largo quizá de su pontificado y en el Consejo de Europa, pues considero deficiente la información transmitida en España por buena parte de los medios de comunicación. Y no resulta ocioso subrayar que esa llamada a redescubrir la identidad –incluidas las raíces cristianas viene de un obispo de Roma nacido en Argentina.
La importancia del discurso pontificio se avalora por el contexto actual: hoy la Unión Europea no tiene el entusiasmo y la solidez de otros tiempos, a pesar del proceso de incorporación de nuevos Estados. Se ha producido cierto estancamiento cultural y político, no necesariamente dependiente, pero sí concomitante, del rechazo teórico o práctico de esos valores fundacionales. En la crisis de Europa y de sus instituciones, Francisco advierte la influencia de su negativa a reconocer las raíces cristianas y abrirse a lo trascendente, con el abandono de la noción de verdad y la prevalencia de relativismo y subjetivismo, promovidos por «imperios invisibles» de poderes fuertes, enemigos de la vida, la familia y la libertad religiosa. A su entender, de ahí deriva la gran enfermedad europea: la soledad de quien carece de vínculos.
Esa soledad se ha agravado por la crisis económica, con dramáticas consecuencias sociales. En parte, explica la mayor desconfianza de los ciudadanos hacia instituciones percibidas como distantes, alejadas de la sensibilidad de los pueblos. Provoca una sensación de fatiga y envejecimiento, de una “Europa abuela” ya no fértil ni vivaz: un cansancio ante la prevalencia de lo técnico o económico sobre lo antropológico. Ahí radica el fundamento de esa cultura del descarte, tantas veces fustigada por Francisco, porque reduce al ser humano a simple engranaje de un mecanismo que lo trata como una mercancía que se utiliza o se rechaza, como sucede con los enfermos terminales, los ancianos abandonados sin atención, o los niños muertos antes de nacer. Se comprende uno de sus gritos más escuchados: “no se puede tolerar que el Mediterráneo se convierta en un gran cementerio”.
El papa desea contribuir a que Europa supere la crisis. Pero difícilmente será posible si no reconsidera la visión de los padres fundadores de la Unión Europea: cristianos que construyeron una comunidad desde “la confianza en el hombre, no tanto como ciudadano, ni como sujeto económico, sino en cuanto persona dotada de una dignidad trascendente”. De hecho, aquí nació la auténtica noción de los derechos humanos: sus fuentes radican en Grecia y Roma, con sustratos celtas, germánicos y eslavos, y la argamasa cristiana que los plasmó profundamente, construyendo el concepto de persona.
Desde esas bases el futuro se abre con espléndidas perspectivas, como reafirmó el papa al final de su discurso en el Parlamento: Europa puede y debe volver a ser “protagonista, transmisora de ciencia, arte, música, valores humanos y también de fe. La Europa que contempla el cielo y persigue ideales; la Europa que mira, defiende y tutela al hombre; la Europa que camina sobre la tierra segura y firme, precioso punto de referencia para toda la humanidad.
“Mi esperanza -concluyó de modo análogo ante el Consejo de Europa- es que Europa, redescubriendo su patrimonio histórico y la profundidad de sus raíces, asumiendo su viva multipolaridad y el fenómeno de la transversalidad dialogante, reencuentre la juventud de espíritu que la ha hecho fecunda y grande”.