Siempre se ha unido un elevado nivel de autoestima con un alto nivel de felicidad personal; y viceversa, un bajo nivel de ella, con un alto nivel de infelicidad, o con conductas autodestructivas o aberrantes. Y esto es cierto, aunque hay que matizar las cosas un poco.
Ello es así porque no siempre es bueno tener mucha autoestima, ya que ésta, mal entendida y mal vivida, puede suscitar en la persona sentimientos muy nocivos, como son la autoindulgencia, la vanidad, la soberbia, el endiosamiento, el narcisismo, el autoritarismo, el afán por sobresalir y ser siempre el que manda, considerando inferiores a los demás; o el considerarse a uno mismo una especie de persona elegida, que es lo que ha ocurrido a tantos y tantos tiranos de la historia. De hecho, hay estudios sobre la personalidad de insignes monstruos de la historia (como Jack el destripador, Idi Amín, Calígula, Rudolph Hess, etc.) que han demostrado que tales sujetos no tenían precisamente un bajo coeficiente de autoestima…
Por otra parte, muchas veces la propia subjetividad de la persona le hace dar mucha importancia a valores que no tienen tanta, y se crean una autoimagen excesivamente positiva de sí mismos. Así, por ejemplo, está demostrado que, entre los adolescentes, los que tienen más elevada su autoestima son los que mayor atractivo físico poseen, lo cual les hace ser muy “populares” en su ambiente de relación. Y de ahí que ese anhelo (¡tan superficial!) por tener una figura perfecta esté provocando que existan tantos casos de anorexia entre los adolescentes.
Nos surge además una duda fundamental ¿La autoestima es algo genético o adquirido? La genética predispone nuestras capacidades para la música, el deporte, el pesimismo, la creatividad, etc. ¿Y también para la autoestima? El equipo de psicólogos clínicos del profesor Kenneth S. Kendler, de la U. de Virginia, realizó un detallado estudio con más de mil parejas de mellizos, que compartían una misma información genética.
La conclusión de sus trabajos arrojó el dato de que, aproximadamente, un 30% del nivel de autoestima de una persona puede estar en sus genes, aunque estos no nos predisponen ni determinan para ser a priori felices o infelices. Y es que los seres humanos no tenemos solo biología: tenemos también una biografía.
Desde principios del siglo XX, el interés de la ciencia estudió los procesos mentales que rigen el desarrollo saludable de los seres humanos y determinó que un ingrediente esencial para ello es el sentirse seguros y queridos en su ambiente familiar. La conexión entre la afectividad y el concepto que los niños tienen de sí mismos es absolutamente determinante. Los niños necesitan sentirse queridos y cuidados. Si no es así, correrá peligro su futura estabilidad y equilibrio personal.
Los padres cariñosos, que apoyan, estimulan, escuchan, respetan y educan a sus hijos, van forjando en ellos un positivo autoconcepto que les estimula a superarse y a ser más responsables y emprendedores en el futuro. Y viceversa, hay infinidad de estudios que demuestran la estrecha conexión que hay entre el decisivo impacto que tienen las experiencias traumáticas de la infancia en el desarrollo del cerebro y su posterior incidencia en trastornos emocionales futuros, como son la depresión, la ansiedad, las adicciones, etc.
Y dentro de estos vínculos afectivos familiares, ocupa un papel preeminente la madre. El contacto físico entre la madre y el hijo es esencial para un buen desarrollo emocional de éste. Por eso, la pérdida de la madre en edades muy tempranas es la herida más traumática que puede haber en la biografía de un ser humano.