El lenguaje de las galaxias

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Los pioneros de las grandes disciplinas científicas han sido hombres convencidos de que en la realidad estudiada iban a encontrar una profunda racionalidad, huella de un diseño divino. Bastaría con citar a Copérnico, Kepler, Galileo o Newton como exponentes cualificados de un catálogo abrumador. Pero esta armonía intelectual entre lo humano y lo divino se rompe en el siglo xix con el Positivismo.

Desde entonces se oye con frecuencia que la ciencia pertenece al mundo real, mientras que Dios es un invento de la imaginación humana. Sin embargo, el materialismo positivista no es la última palabra. Como decía Pasteur, un poco de ciencia aleja de Dios, pero mucha devuelve a Él. Hoy, más allá de las apariencias empíricas, la Astrofísica roza de manera sorprendente el enigma fundamental con que se enfrenta el espíritu humano: la existencia de un Ser trascendente, causa y significado del Universo. ¿Por qué hay algo en lugar de nada? ¿Por qué apareció el Universo? Ninguna ley física que se deduzca de la observación permite responder a estas preguntas.

Sin embargo, las mismas leyes nos autorizan a describir con precisión lo que sucedió al comienzo, entendiendo por comienzo 10-43 segundos después del tiempo cero, ese límite infranqueable que los físicos llaman «muro de Planck». En ese tiempo lejano, hace catorce mil millones de años, todo lo que contiene el Universo –planetas, soles y miles de millones de galaxias– estaba concentrado en una pequeñez inimaginable, apenas una chispa en el vacío. En ese tiempo increíblemente pequeño, el universo entero, y todo lo que será más tarde, está contenido en una esfera de 10-33 centímetros, es decir, miles y miles y miles de millones de veces más pequeña que el núcleo de un átomo. Por tanto, todo lo que conocemos procede de un océano infinito de energía, que tiene la apariencia de la nada. Por supuesto, desconocemos de dónde viene ese primer «átomo de realidad», origen del inmenso tapiz cósmico que, en un misterio casi total, se extiende hoy en el espacio y en el tiempo. Lo que sí conocemos es el fantástico ajuste con que está formado ese tapiz.

Toda la realidad descansa sobre un pequeño número de constantes cosmológicas: menos de quince. Conocemos el valor de cada una de ellas con notable precisión. Ahora bien, a poco que hubiera sido modificada una sola de esas constantes, el Universo, al menos, tal como lo conocemos,  no habría podido aparecer. ¿Sería posible que esta increíble complejidad fuera fruto del azar? Igor Bogdanov explica que se han programado computadoras «para producir azar». Y que esos ordenadores deberían estar calculando durante miles y miles y miles de millones de años –es decir, durante un tiempo casi infinito–, antes de que pudiese aparecer una combinación de números comparable a la que ha permitido la eclosión del Universo y de la vida.

Por ello –observa Jean Guitton–, a los conceptos de espacio, tiempo y causalidad es preciso añadir un principio de sincronización. Porque en el origen del Universo no hay nada aleatorio, no hay azar, sino un grado de orden infinitamente superior a todo lo que podemos imaginar. Orden supremo que regula las constantes físicas, las condiciones iniciales, el comportamiento de los átomos y la vida de las estrellas. Un principio poderoso, libre, infinito, misterioso, implícito, invisible, experimentable, eterno y necesario, que está ahí, detrás de los fenómenos, muy por encima del universo y presente en cada partícula.

José Ramón Ayllón

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