Una célula viva está compuesta por una veintena de aminoácidos que forman una cadena compacta. La función de estos aminoácidos depende, a su vez, de 2.000 enzimas específicas. Los biólogos han calculado que la probabilidad de que un millar de enzimas diferentes, durante miles de millones de años, se unan ordenadamente para formar una célula es del orden de 1 entre 101.000, que es tanto como decir que la probabilidad es nula. Ello llevó a Francis Crick, premio Nobel de Biología por el descubrimiento del ADN, a concluir en idéntico sentido: Un hombre honesto, que estuviera provisto de todo el saber que hoy está a nuestro alcance, debería afirmar que el origen de la vida parece un milagro, a juzgar por tantas condiciones como es preciso reunir para establecerla.
Una vez originadas, el verdadero problema que hubieron de afrontar estas células arcaicas fue el de la reproducción. ¿Cómo inventaron esas primerísimas células las innumerables estratagemas que han conducido hasta el prodigio de la reproducción? Una vez más, una ley escrita en el corazón mismo de la materia permitió el milagro: el primer esbozo de código genético. El azar se descarta de nuevo: Ninguna de las operaciones mencionadas pudo llevarse a cabo por azar. Para que la unión de los nucleótidos produzca por azar una molécula de ARN utilizable, es necesario que la naturaleza multiplique a ciegas los ensayos durante al menos 1015 años, es decir, un tiempo cien mil veces más largo que la edad total de nuestro Universo. Por lo que vemos, la aventura de la vida proviene de una tendencia universal de la materia a organizarse espontáneamente en sistemas cada vez más heterogéneos.
Pero ¿por qué la naturaleza produce orden? No se puede responder, si no se recuerda esto: el Universo parece haber sido regulado minuciosamente con el fin de permitir la aparición de una materia ordenada, de la vida después y, por fin, de la conciencia. Como subraya el astrofísico Hubert Reeves, si las leyes físicas no hubieran sido exactamente como son, no estaríamos aquí para contarlo. Más aún: si en un principio alguna de las grandes constantes universales como la gravitación, la velocidad de la luz o la constante de Planck hubiera sufrido una mínima alteración, el Universo no habría tenido ninguna posibilidad de albergar seres vivos e inteligentes; incluso es posible que él mismo no hubiera aparecido jamás.
Cito de nuevo a Jean Guitton: Tengo entre mis manos esta sencilla flor. Algo espantosamente complejo: la danza de miles y miles de millones de átomos –cuyo número supera al de todos los posibles seres que se puedan contar sobre nuestro planeta, al de los granos de arena de todas las playas–, átomos que vibran y oscilan en equilibrios inestables. Miro la flor y pienso: en nuestro Universo existe algo semejante a aquello que los antiguos filósofos llamaron «formas», es decir, tipos de equilibrio que explican que los objetos son así y no de otra manera. Ahora bien, ninguno de los elementos que componen un átomo, nada de lo que sabemos sobre las partículas elementales, puede explicar por qué y cómo existen tales equilibrios. Estos se apoyan en una causa que, en sentido estricto, no me parece que pertenezca a nuestro universo físico.