El pasado año 2013 celebramos el sesenta aniversario de un hito en la historia de la ciencia que cada vez está más presente en nuestra vida diaria. El 25 de abril de 1953 dos jóvenes investigadores dieron a conocer a la comunidad científica un modelo que explicaba la estructura íntima del ADN: la “molécula de la vida”.
El ADN es el soporte físico de nuestros genes. Un “disco duro” con toda la información que se ha ido transmitiendo desde los primeros seres vivos hasta los que hoy poblamos la Tierra. Si la vida ha podido arraigar y diversificarse en nuestro planeta ha sido gracias al ADN. De la misma manera, si un embrión es capaz de crecer hasta formar un organismo adulto, mediante complejísimos procesos que funcionan con una eficacia increíble, es gracias a la información que contiene su genoma.
Pero hasta 1953 nadie sabía exactamente qué aspecto tenía el ADN. Los científicos habían demostrado que esta molécula es la portadora de la información genética, pero ignoraban cómo codifica toda esa información y, más importante aún, cómo los organismos leen ese código y lo traducen en instrucciones concretas.
Para responder a estas cuestiones era imprescindible conocer los detalles más íntimos de su estructura. De todos los científicos interesados en este tema, solo cinco en todo el mundo estaban en condiciones de lograrlo. Uno de ellos —que recibiría después dos premios Nobel (el de Química y el de la Paz), pero no por este hallazgo— trabajaba en Estados Unidos. Los otros cuatro trabajaban en Inglaterra, en dos laboratorios separados por menos de cien kilómetros. Ellos fueron finalmente los auténticos protagonistas del descubrimiento.
En Londres, Maurice Wilkins y Rosalind Franklin eran líderes mundiales en una tecnología que permitía intuir la estructura íntima de las moléculas: fotografiar cristales que se han iluminado con rayos X. En Cambridge, James Watson y Francis Crick habían optado por un camino más arriesgado, que requeriría una buena dosis de fortuna para dar su fruto. Ese camino consistía en construir modelos con piezas metálicas a escala, como si se tratase de un gran mecano, cambiando las moléculas de posición hasta encontrar un configuración que explicase los escasos datos que se tenían acerca del ADN.
El equipo de Londres estaba en la posición más ventajosa para resolver el problema. Sin embargo, fueron Watson y Crick quienes dieron con la solución. Por qué sucedió así es parte de una apasionante historia narrada en libros, películas y docudramas; una historia en la que se mezclan celos, espionaje, frustración y casualidad.
Finalmente, el ADN resultó ser una molécula prodigiosa, sobre todo por su sencillez. En el fondo, no es más que la superposición de dos largas cadenas que discurren en paralelo y se enroscan en forma de hélice, como una escalera de caracol. Cada una de las cadenas está formada por eslabones de cuatro tipos. Para entenderlo, podemos imaginar una larga cadena metálica en la que solo puede haber eslabones de cuatro colores distintos. El “código” secreto escrito en esa cadena estará cifrado, precisamente, en la secuencia de colores de sus eslabones. Además, como en el ADN realmente hay dos cadenas paralelas y complementarias, esta configuración permite que cada molécula se duplique para dar dos cadenas “hijas” idénticas, manteniendo intacto el mensaje. Nadie habría imaginado que una estructura tan sencilla y elegante pudiese ser la base de todos los procesos que constituyen la vida.
La biblioteca Wellcome de Londres, uno de los lugares donde mejor se puede estudiar la historia reciente de la Biomedicina, ha inaugurado recientemente el archivo digital de documentos científicos más extenso del mundo. En él se puede estudiar, entre otras cosas, la correspondencia y los cuadernos de laboratorio de los personajes implicados en la fascinante aventura del descubrimiento de la doble hélice.
Rosalind Franklin, la mujer cuyo trabajo fue crucial para lograrlo, murió cinco años después y no llegó a recibir el premio Nobel de Medicina que obtendrían los otros tres en 1962. Franklin murió sin saber que una de sus fotos había sido la pieza fundamental del puzzle que permitió a Crick y Watson dar con la solución. La historia sigue en deuda con ella. Como con tantos otros.
Francisco Javier Novo es genetista y Profesor titular de la Facultad de Ciencias de la Universidad de Navarra.