El olvido de la familia está causando grandes males

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Muchos analistas han coincidido en apuntar que la actual situación económica es fruto de una importante crisis de valores. En este sentido, parece que el individualismo y el consumismo no han fomentado la responsabilidad de los ciudadanos. En este sentido debemos poner de manifiesto la relevancia de la familia y de la educación en valores para garantizar el desarrollo de un contexto social justo y responsable.

Con la acostumbrada agudeza italiana, sentenciaba un simpático humorista «esta no es una sociedad de responsabilidad limitada; esta es una sociedad de irresponsabilidad ilimitada». Sin duda una de las principales razones de esta crisis está muy bien recogida en esta sentencia.

Lo característico del ser humano es su trascendencia sobre el mundo natural en el que vivimos y del que, sin embargo, estamos necesitados. Por eso solo somos personas humanas si nuestra trascendencia sobre este mundo material sensible es real (por la realidad de la razón) y existencial (por su carácter concreto), es decir, si existe Dios; y, al mismo tiempo, si concebimos este mundo como algo que nos condiciona, pero no nos domina, o sea, si lo entendemos como algo que hemos de cuidar.

El enlace entre la condición trascendente del ser humano y su condición de cuidador de la naturaleza se hace a través de la familia. Puesto que ella es el lugar por excelencia en el que cada persona es aceptada por sí misma, ha sido considerada desde antiguo como una institución religiosa. Y, de otra parte, en la familia, precisamente por el valor absoluto que se le concede a la persona, a cada persona, por apreciarse lo que significa el regalo de la vida humana, se desea cuidar el mundo en el que la vida de las personas se desarrolla.

Dicho en otros términos, solo en la familia o a través de la existencia de ella, es posible aprender qué significa responsabilidad. Riquezas y Estado son pseudomorfismos, modos de sustitución engañosa de la familia. Se pretende que el dinero me pueda proporcionar libertad y seguridad, la felicidad que la familia me puede dar. Pero no es capaz de ello. Se imagina, por la parte contraria, que el Estado me puede proporcionar seguridad y libertad, la felicidad que la familia me puede dar. Pero es totalmente incapaz de ello, porque, además, una cosa es el gobierno político de la comunidad —siempre necesario— y otra el moderno estado soberano.

Múltiples fuerzas, de modo más o menos conscientemente según los casos, vienen desde hace años empujando a la sociedad española hacia la marginación de la familia. Los resultados están a la vista: falta de población, falta de educación, falta de unidad, falta de felicidad. La sociedad española cada vez está más desunida —en todos los planos— y más triste. Está, además, cada vez más pobre.

Investigaciones recientes muestran con datos impresionantes —desde que los poseemos con cierta seguridad, a partir del siglo XIX— cómo las llamadas «familias numerosas» son, en la historia de España, responsables de la mayor parte de nuestro crecimiento económico. Y ello, a pesar de haber sido vampirizadas por quienes solo se ocupan de su riqueza personal, bien en el ámbito privado del mercado, bien a través del manejo de los impuestos indirectos (que gravan sobre todo a las familias) e incluso de los directos.

El  espectáculo de la sociedad española actual, que vive en y del conflicto permanente: en lo familiar —tasa de divorcios—, en lo económico —intraempresarial y de mercado—, en lo político —unas regiones contra otras, unos partidos contra otros—, moral —izquierda o derecha—, religioso —cristianismo o laicismo estatalizante—, debería encontrar término lo antes posible. Es la unidad, por el contrario, la que potencia todas las acciones y la que nos hace felices. 

Ni siquiera parecen darse cuenta de lo más evidente: una verdadera unidad, que solo se da en el respeto de la justa diversidad, es el único camino inteligente y favorable para todos y cada uno. Pero el problema es más grave todavía: la mayor parte de los pocos que se dan cuenta, no saben cómo engendrar la unidad. Lo intentan con leyes y con campañas mediáticas. Imposible. Solo la institución familiar es capaz de educar en ese espíritu, y, por tanto, solo ella puede engendrarla y de garantizarla.

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