El oro negro pierde brillo

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El precio del crudo se ha desplomado un 50 por ciento en menos de un año y ha sacudido los cimientos de todo el mercado. Tanto las empresas como los países petroleros han tenido que ajustar sus presupuestos hasta niveles que no habrían podido imaginar años atrás, mientras que los ciudadanos occidentales se verán beneficiados por la rebaja del coste de la gasolina. Los expertos se debaten entre si este escenario durará apenas unos años o si abrirá la puerta a un nuevo paradigma.

FUENTE:  Pablo Cerezal Borau 

Los últimos días de noviembre fueron los más agitados que los ministros de Petróleo de Venezuela, Rusia, Nigeria o Ecuador habían tenido en mucho tiempo. El precio del crudo se había desplomado en las últimas semanas, y los grandes exportadores ya no sabían cómo cuadrar sus presupuestos, acostumbrados a los más de ciento diez dólares por barril que se habían pagado en los últimos meses. Todos ellos trataban de convencer al resto de que tenían que rebajar la producción para que los precios volvieran a subir, y todos ellos estaban condenados al fracaso si no eran capaces de convencer a Arabia Saudí.

No lo consiguieron. Riad tenía su propia agenda. En cuestión de meses, el precio del crudo cayó por debajo de los cien dólares, un suelo psicológico para los inversores; perforó los ochenta dólares —algo que no había sucedido hacía más de cuatro años—; se hundió por debajo de los sesenta dólares —un nivel en el que una tercera parte de los pozos dejan de ser rentables—; y llegó incluso a tocar los 45,2 dólares por barril en enero de este año. Todo ello se ha traducido en un desplome acumulado de más del 60 por ciento desde las cotas máximas del año pasado.

La situación actual se ha convertido en un terremoto que sacude los cimientos de todo el sector energético: desde los intrépidos pequeños empresarios que conquistan el crudo del Medio Oeste estadounidense, hasta las grandes compañías petroleras con inversiones en Brasil o Escocia, pasando por los gigantescos monopolios públicos de los petroestados ruso o venezolano y las plantas de energías renovables en los países desarrollados. Todos tienen algo en común: ninguno estaba preparado para que el oro negro se estabilizara en torno a los sesenta dólares.

En Canadá, por ejemplo, se habían acometido inversiones que solo serían rentables con el petróleo en noventa dólares por barril. Pocos, en el sector, podían concebir que Arabia Saudí renunciara a mantener el Brent en torno a los cien dólares, teniendo en cuenta que se jactaba de considerarla su «divisa más estable». El precio del oro negro era, en realidad, como el cuento del cisne negro, el de la metáfora que acuñó el ensayista Nassim Nicholas Taleb: uno de esos sucesos que nadie habría podido prever en toda su magnitud y que cuando ocurre tiene un impacto irreversible en todo el mundo. El invierno ha llegado para las compañías petroleras, y todo apunta a que será largo.

Hay muchos factores detrás de este nuevo paradigma, pero todo en los mercados se puede resumir en oferta, demanda y expectativas: la producción ha aumentado drásticamente en los últimos años, mientras que la demanda se ha mantenido congelada, y no se prevé que eso vaya a cambiar en el corto plazo. Goldman Sachs calcula que en los próximos diez años se dejará de invertir en el sector por valor de un billón de dólares (unos 900 000 millones de euros)

Por el lado de la oferta, en los últimos años Estados Unidos ha sido el gran aliado de la bajada de precios. Desde 2009 ha pasado de producir 4,9 millones de barriles al día a 9,3 millones gracias a la revolución del fracking. En julio de 2014 el país dejaba de importar crudo ligero y se convertía en un incipiente exportador. Si las previsiones se mantenían, la llave de paso del petróleo dejaría de estar en manos de aquellos países que quieren constreñir su producción para que el precio se eleve, y pasaría al dominio de pequeños propietarios desorganizados que solo buscan la mayor rentabilidad por sus tierras. Sin embargo, esto es prácticamente irrepetible en otros países del mundo que no sean EE. UU. Parte de la tan controvertida excepcionalidad estadounidense, basada en las libertades individuales, es que los ciudadanos son dueños de un terreno y también de todo lo que hay bajo él. La explotación —que en otras zonas se entiende como un riesgo para la población local y se pospone por las más variadas razones— en el país norteamericano se ve como un derecho tan sagrado como la libertad de expresión.

Además, la tecnología ha permitido también que la producción aumente en los últimos años. El precio de las materias primas se había disparado mucho, y eso significaba más incentivos para encontrar alternativas a las fuentes de energía tradicionales, dado que el margen de beneficios era mayor. Por un lado, los costes de perforación en aguas profundas (a más de tres mil metros de profundidad) se han abaratado, lo que ha generalizado las prospecciones a lo largo de las costas de los cinco continentes. Por otro, las formas de extraer petróleo se han multiplicado. Por ejemplo, en la última década ha proliferado el petróleo de las arenas bituminosas, que resultaba muy costoso de extraer. Este tipo de terrenos —donde el crudo no se halla en capas profundas, sino mezclado con la tierra— contienen la mayor parte de la producción de Canadá, pero también están muy presentes en Venezuela.

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